«Punto y contrapunto» debía, desde su misma aparición, un
homenaje a Georges Brassens. Porque él ha sido el poeta del siglo XX que mejor
ha sabido dar un contrapunto, un eco lleno de sorna, a la lógica manida del
sentido común. Las letras de muchas canciones de Brassens se inscriben en una
operación de destrucción de la lógica que tiene su antecedente inmediato en
Groucho Marx, y un epígono tardío en Woody Allen. No cualquier Allen, desde
luego, sino el de sus mejores momentos, aquellos en los que acierta a desplazar
el cliché o lugar común a un terreno distinto de aquel en el que floreció, para
dejar patente su absurdo.
Me explicaré mejor con ejemplos. Omitiré los de Groucho:
cualquiera de sus célebres frases sirve. En Bananas, de Woody Allen, el instructor de
la guerrilla explica a los reclutas el manejo, no recuerdo bien si de un fusil
ametrallador o de una granada de mano. «¿Alguna pregunta?», dice al concluir. Y
Woody: «Sí, por favor. ¿Cree usted que los jóvenes deben ir vírgenes al
matrimonio?». Ese es el tipo de mecanismo que pretendo resaltar en algunos
ejemplos de Brassens. Soy consciente de que con ello no agoto los valores y las
sorpresas que proporciona la audición de un poeta y cantante de una originalidad
inmensa. Podría hablar muy largo y tendido sobre la poesía de Brassens, su
lenguaje, su temática, sus formas musicales. Pero todo eso está ya hecho,
incluso en tesis de doctorado. Me limito entonces a aportar un punto de vista,
un granito de arena personal. De pasada, recomiendo a lectores con alguna
propensión a escandalizarse por el lenguaje sexual explícito, que se tapen
castamente los oídos mientras leen las líneas siguientes.
En Le gorille, un gorila que se ha escapado de su
jaula del zoo decidido a perder de una vez su doncellez, descubre que todo el
mujerío que lo rodeaba se ha hecho humo de repente, y las únicas personas que
están aún a su alcance son una vieja (decrépita, para mayor precisión) y un
juez. Georges hace en este momento un alto en el relato de la persecución de
los fugitivos para plantear a sus oyentes el siguiente dilema: «Supongan que
uno de ustedes se ve obligado, como el mono, a violar a un juez o a una
antepasada, ¿a cuál de los dos elegiría?» Él, por su parte, declara preferir a
la anciana «si uno de estos cuatro días me encuentro en una alternativa
parecida». Pero… «Es sabido que el gorila, aunque excepcionalmente equipado
para el juego del amor, no brilla en cambio por su buen gusto ni por su
talento.» Y la canción
prosigue imperturbable, hasta detenerse en el «momento supremo» de la violación
del juez. «No puedo contároslo, y es una lástima porque os habríais reído un
rato.»
Sigamos, ahora que hemos roto el hielo. En Le cocu, un jefe de estación de ferrocarril
regresa a casa después de una jornada festiva dedicada al noble arte de la
pesca, y encuentra a su mujer revolcándose en la cama con un desconocido. El
espectáculo le resulta desagradable porque los dos están desnudos; les pide con
buenos modos que se cubran, y ellos se niegan «tozudamente». Llega en este
momento la reflexión distanciada del relato de los hechos: «¿Es que manchar mi
lecho nupcial les impide guardar las normas elementales de la cortesía? Podrían
preguntarme si he tenido un buen día de pesca, o por lo menos interesarse por
mi salud.»
La situación inversa se da en La
traîtresse. Paseando al
atardecer por unos jardines públicos, un hombre descubre a su amante besándose
en un rincón oscuro con el marido de ella. Le invaden, como es lógico, el dolor
y la indignación. Tras la sorpresa de la revelación, llega la comprensión de
detalles que antes no acababan de cuadrar; por ejemplo, que los hijos de su
amante no se parecen a él. Y estalla: «¿Encontraré nombres, encontraré palabras
a la altura de la infamia de la traidora que ha elegido al marido para engañar
al querido, llevando así el adulterio a su punto culminante?»
La sólida institución social del adulterio es revisitada en À l’ombre des maris, una canción cuyo estribillo reza
así: «No arrojéis la piedra a la mujer adúltera, detrás estoy yo.» La voz
cantante señala en este caso que si bien la mujer es un elemento indispensable
en el triángulo amoroso, el marido constituye el vértice fundamental. No
cualquier marido sirve, debe ser un «gentleman completo». La razón cae por su
propio peso: «Yo me niego a beber en el vaso de un señor que no me cae bien.»
De historia ejemplar se puede calificar Le mauvais sujet repenti. El protagonista es abordado en los
alrededores de la Madeleine
por una fulana, y se siente movido a compasión al darse cuenta de que se trata
de una debutante. «Tenía el don, tenía el genio, de acuerdo; pero sin técnica,
un don no es más que una sucia manía.» De modo que la instruye a fondo en el
oficio y los dos forman una sociedad mutua: «Ella era el cuerpo, naturalmente,
y yo la cabeza.» Las ganancias van al cincuenta por ciento, pero todo acaba
cuando ella atrapa una enfermedad vergonzosa y, como chica honrada y leal que
es, le pasa a él la mitad de sus microbios.
Del cinismo a la ternura. En La
fille à cent sous, un vecino
«más borrachuzo que yo» le ha vendido a su mujer por una moneda de cien sous. Cuando él la ve desnuda, renuncia
al trato porque la encuentra demasiado delgada. «Yo soy un bon vivant, no me apetece abrazar esqueletos.
Vuelve con tu marido», dice a la mujer, y ella le contesta, con una vocecilla
temblorosa: «Tú me gustas más. Sé que no estoy buena, pero no es culpa mía.» Y
todo cambia a partir de ese momento: «Aquel saco de huesos que no había querido
ni por un cobre, se me ha metido dentro del corazón y no saldrá de ahí ni por
una fortuna.»
Sarcasmo, acoso y derribo de los clichés, cinismo, ternura.
Ofrezco para terminar la confesión resignada de un bruto de nacimiento ante la
capacidad de las mujeres – de una mujer en particular, entre todas las posibles
– para convertirse en su destino. Dice el narrador de Je me suis fait tout petit: (clicar
sobre el título para escucharla): «Yo era duro de pelar, y me he ablandado
delante de una mosquita muerta, de una muñeca que grita “¡Mamá!” cuando la
tocas.» La estrofa final es antológica: «Todos los sonámbulos, todos los magos,
me han pronosticado – sin malicia – que en sus brazos en cruz habré de sufrir
mi último suplicio. Hay destinos peores y los hay mejores, pero, a fin de
cuentas, ¿qué más da colgarte de aquí que de allá, si has de colgarte?»