lunes, 9 de junio de 2014

EL SENTIDO POCO COMÚN DE GEORGES BRASSENS

«Punto y contrapunto» debía, desde su misma aparición, un homenaje a Georges Brassens. Porque él ha sido el poeta del siglo XX que mejor ha sabido dar un contrapunto, un eco lleno de sorna, a la lógica manida del sentido común. Las letras de muchas canciones de Brassens se inscriben en una operación de destrucción de la lógica que tiene su antecedente inmediato en Groucho Marx, y un epígono tardío en Woody Allen. No cualquier Allen, desde luego, sino el de sus mejores momentos, aquellos en los que acierta a desplazar el cliché o lugar común a un terreno distinto de aquel en el que floreció, para dejar patente su absurdo.

Me explicaré mejor con ejemplos. Omitiré los de Groucho: cualquiera de sus célebres frases sirve. En Bananas, de Woody Allen, el instructor de la guerrilla explica a los reclutas el manejo, no recuerdo bien si de un fusil ametrallador o de una granada de mano. «¿Alguna pregunta?», dice al concluir. Y Woody: «Sí, por favor. ¿Cree usted que los jóvenes deben ir vírgenes al matrimonio?». Ese es el tipo de mecanismo que pretendo resaltar en algunos ejemplos de Brassens. Soy consciente de que con ello no agoto los valores y las sorpresas que proporciona la audición de un poeta y cantante de una originalidad inmensa. Podría hablar muy largo y tendido sobre la poesía de Brassens, su lenguaje, su temática, sus formas musicales. Pero todo eso está ya hecho, incluso en tesis de doctorado. Me limito entonces a aportar un punto de vista, un granito de arena personal. De pasada, recomiendo a lectores con alguna propensión a escandalizarse por el lenguaje sexual explícito, que se tapen castamente los oídos mientras leen las líneas siguientes.

En Le gorille, un gorila que se ha escapado de su jaula del zoo decidido a perder de una vez su doncellez, descubre que todo el mujerío que lo rodeaba se ha hecho humo de repente, y las únicas personas que están aún a su alcance son una vieja (decrépita, para mayor precisión) y un juez. Georges hace en este momento un alto en el relato de la persecución de los fugitivos para plantear a sus oyentes el siguiente dilema: «Supongan que uno de ustedes se ve obligado, como el mono, a violar a un juez o a una antepasada, ¿a cuál de los dos elegiría?» Él, por su parte, declara preferir a la anciana «si uno de estos cuatro días me encuentro en una alternativa parecida». Pero… «Es sabido que el gorila, aunque excepcionalmente equipado para el juego del amor, no brilla en cambio por su buen gusto ni por su talento.» Y la canción prosigue imperturbable, hasta detenerse en el «momento supremo» de la violación del juez. «No puedo contároslo, y es una lástima porque os habríais reído un rato.»

Sigamos, ahora que hemos roto el hielo. En Le cocu, un jefe de estación de ferrocarril regresa a casa después de una jornada festiva dedicada al noble arte de la pesca, y encuentra a su mujer revolcándose en la cama con un desconocido. El espectáculo le resulta desagradable porque los dos están desnudos; les pide con buenos modos que se cubran, y ellos se niegan «tozudamente». Llega en este momento la reflexión distanciada del relato de los hechos: «¿Es que manchar mi lecho nupcial les impide guardar las normas elementales de la cortesía? Podrían preguntarme si he tenido un buen día de pesca, o por lo menos interesarse por mi salud.»

La situación inversa se da en La traîtresse. Paseando al atardecer por unos jardines públicos, un hombre descubre a su amante besándose en un rincón oscuro con el marido de ella. Le invaden, como es lógico, el dolor y la indignación. Tras la sorpresa de la revelación, llega la comprensión de detalles que antes no acababan de cuadrar; por ejemplo, que los hijos de su amante no se parecen a él. Y estalla: «¿Encontraré nombres, encontraré palabras a la altura de la infamia de la traidora que ha elegido al marido para engañar al querido, llevando así el adulterio a su punto culminante?»

La sólida institución social del adulterio es revisitada en À l’ombre des maris, una canción cuyo estribillo reza así: «No arrojéis la piedra a la mujer adúltera, detrás estoy yo.» La voz cantante señala en este caso que si bien la mujer es un elemento indispensable en el triángulo amoroso, el marido constituye el vértice fundamental. No cualquier marido sirve, debe ser un «gentleman completo». La razón cae por su propio peso: «Yo me niego a beber en el vaso de un señor que no me cae bien.»

De historia ejemplar se puede calificar Le mauvais sujet repenti. El protagonista es abordado en los alrededores de la Madeleine por una fulana, y se siente movido a compasión al darse cuenta de que se trata de una debutante. «Tenía el don, tenía el genio, de acuerdo; pero sin técnica, un don no es más que una sucia manía.» De modo que la instruye a fondo en el oficio y los dos forman una sociedad mutua: «Ella era el cuerpo, naturalmente, y yo la cabeza.» Las ganancias van al cincuenta por ciento, pero todo acaba cuando ella atrapa una enfermedad vergonzosa y, como chica honrada y leal que es, le pasa a él la mitad de sus microbios.

Del cinismo a la ternura. En La fille à cent sous, un vecino «más borrachuzo que yo» le ha vendido a su mujer por una moneda de cien sous. Cuando él la ve desnuda, renuncia al trato porque la encuentra demasiado delgada. «Yo soy un bon vivant, no me apetece abrazar esqueletos. Vuelve con tu marido», dice a la mujer, y ella le contesta, con una vocecilla temblorosa: «Tú me gustas más. Sé que no estoy buena, pero no es culpa mía.» Y todo cambia a partir de ese momento: «Aquel saco de huesos que no había querido ni por un cobre, se me ha metido dentro del corazón y no saldrá de ahí ni por una fortuna.»


Sarcasmo, acoso y derribo de los clichés, cinismo, ternura. Ofrezco para terminar la confesión resignada de un bruto de nacimiento ante la capacidad de las mujeres – de una mujer en particular, entre todas las posibles – para convertirse en su destino. Dice el narrador de Je me suis fait tout petit: (clicar sobre el título para escucharla): «Yo era duro de pelar, y me he ablandado delante de una mosquita muerta, de una muñeca que grita “¡Mamá!” cuando la tocas.» La estrofa final es antológica: «Todos los sonámbulos, todos los magos, me han pronosticado – sin malicia – que en sus brazos en cruz habré de sufrir mi último suplicio. Hay destinos peores y los hay mejores, pero, a fin de cuentas, ¿qué más da colgarte de aquí que de allá, si has de colgarte?»