martes, 17 de junio de 2014

DE LA VERBORREA AL ANÁLISIS

Deberíamos aclararnos. O bien la Transición fue una conjunción modélica de voluntades que dio origen a un gran pacto nacional no sólo admirable en sí mismo, por la sensatez y la abnegación de sus protagonistas, sino además indefinidamente repetible y renovable por los tiempos de los tiempos (¿alguien recuerda que José María Aznar, entre otros prohombres destacados del presente, votó No a la Constitución?) O bien, por el contrario, aquello fue el gran engaño, el contubernio de intereses inconfesables que nos ha conducido en derechura a los lodos actuales.

En estos dos constructos explicativos contradictorios se da un elemento común: los treinta y cinco años de vigencia de la Constitución y de su correlato, la actual Monarquía, desaparecen del análisis; son un hiato formidable, un espacio-tiempo desprovisto de entidad y de sustancia. Para nuestros analistas y tertulianos, tan bien provistos de facundia y de retórica, en estos treinta y cinco años no ha ocurrido nada digno de mención: el análisis salta sin trabas del setenta y nueve al dos mil catorce como si la inmutabilidad de las superestructuras – la Constitución, la Monarquía, el sistema de las Autonomías – fuera el correlato consecuente a una inmovilidad general de la estructura. La sociedad, el mundo del trabajo asalariado, los anhelos y las expectativas de los españoles, se perciben como una foto fija. Todo es cuestión de decidir si proseguimos por la senda del inmenso acierto consumado hace treinta y cinco años, o si por el contrario es hora ya de corregir el inmenso error cometido entonces.


Resulta cansino repetirse, pero al parecer aún es necesario insistir en lo que José Luis López Bulla, primer espada de una lucida cuadrilla en la que modestamente me incluyo, viene denunciando desde hace ya bastantes años hasta la afonía. A saber. Se ha producido en estos años un cambio del paradigma productivo, una implosión del sistema fordista-taylorista que constituía el fundamento “natural”, en nuestro país y en otros de nuestra área geopolítica, tanto de la economía en sí como del llamado Estado social, y por ende de las expectativas de ascenso social de los trabajadores asalariados y sus familias. Si el sistema productivo basado en la gran fábrica ha estallado en millones de fragmentos, desplazando a los trabajadores al terreno del precariado y la economía sumergida y amputándoles derechos que parecían consolidados para siempre, no podemos seguir razonando como si siguiera intacto el consenso (válido, legítimo, positivo) que agrupó a una gran mayoría de españoles en torno a una Constitución y una monarquía de signo democrático y postfranquista. Rebus non sic stantibus, y en consecuencia el consenso, si coincidimos todos en considerarlo necesario, debe ser reformulado de una forma tan drástica como ha sido torpedeado. Debe reconstruirse ese amplio consenso desde el principio, con la participación de todos o de la gran mayoría, sin prejuicios ni vetos, con derecho a decidir y con tantos referéndums o consultas como sean precisos. Porque de otro modo la superestructura (la constitución, las leyes, los parlamentos, los tribunales, la banca y las instituciones financieras, etc.) seguirá gravitando en equilibrio inestable sobre las espaldas de una sociedad cada vez más perjudicada, frustrada e indignada. La crisis no es una catástrofe, es una coyuntura que exige un cambio de rumbo y de perspectiva. Lo que sí es una catástrofe es el inmovilismo empeñado en perpetuar los privilegios de una casta (para decirlo al modo Iglesias) ya no justificados por la marcha general de las cosas. ¿Recuerdan ustedes, amigos lectores, lo que dejó escrito Carlos Marx acerca de la lucha entre lo viejo que se resiste a morir y lo nuevo que pugna por aparecer? No les estoy hablando de antiguallas: ese análisis tiene más actualidad que tanta filfa como nos sirve a diario la verborrea de los medios de desinformación.