Deberíamos aclararnos. O bien la Transición fue una
conjunción modélica de voluntades que dio origen a un gran pacto nacional no
sólo admirable en sí mismo, por la sensatez y la abnegación de sus
protagonistas, sino además indefinidamente repetible y renovable por los
tiempos de los tiempos (¿alguien recuerda que José María Aznar, entre otros
prohombres destacados del presente, votó No a la Constitución ?) O
bien, por el contrario, aquello fue el gran engaño, el contubernio de intereses
inconfesables que nos ha conducido en derechura a los lodos actuales.
En estos dos constructos explicativos contradictorios se da un
elemento común: los treinta y cinco años de vigencia de la Constitución y de su
correlato, la actual Monarquía, desaparecen del análisis; son un hiato
formidable, un espacio-tiempo desprovisto de entidad y de sustancia. Para
nuestros analistas y tertulianos, tan bien provistos de facundia y de retórica,
en estos treinta y cinco años no ha ocurrido nada digno de mención: el análisis
salta sin trabas del setenta y nueve al dos mil catorce como si la
inmutabilidad de las superestructuras – la Constitución , la Monarquía , el sistema de
las Autonomías – fuera el correlato consecuente a una inmovilidad general de la
estructura. La sociedad, el mundo del trabajo asalariado, los anhelos y las
expectativas de los españoles, se perciben como una foto fija. Todo es cuestión
de decidir si proseguimos por la senda del inmenso acierto consumado hace
treinta y cinco años, o si por el contrario es hora ya de corregir el inmenso
error cometido entonces.
Resulta cansino repetirse, pero al parecer aún es necesario
insistir en lo que José Luis López Bulla, primer espada de una lucida cuadrilla
en la que modestamente me incluyo, viene denunciando desde hace ya bastantes
años hasta la afonía. A saber. Se ha producido en estos años un cambio del
paradigma productivo, una implosión del sistema fordista-taylorista que
constituía el fundamento “natural”, en nuestro país y en otros de nuestra área
geopolítica, tanto de la economía en sí como del llamado Estado social, y por
ende de las expectativas de ascenso social de los trabajadores asalariados y
sus familias. Si el sistema productivo basado en la gran fábrica ha estallado
en millones de fragmentos, desplazando a los trabajadores al terreno del
precariado y la economía sumergida y amputándoles derechos que parecían
consolidados para siempre, no podemos seguir razonando como si siguiera intacto
el consenso (válido, legítimo, positivo) que agrupó a una gran mayoría de españoles
en torno a una Constitución y una monarquía de signo democrático y
postfranquista. Rebus non sic
stantibus, y en consecuencia
el consenso, si coincidimos todos en considerarlo necesario, debe ser
reformulado de una forma tan drástica como ha sido torpedeado. Debe
reconstruirse ese amplio consenso desde el principio, con la participación de
todos o de la gran mayoría, sin prejuicios ni vetos, con derecho a decidir y
con tantos referéndums o consultas como sean precisos. Porque de otro modo la
superestructura (la constitución, las leyes, los parlamentos, los tribunales,
la banca y las instituciones financieras, etc.) seguirá gravitando en
equilibrio inestable sobre las espaldas de una sociedad cada vez más
perjudicada, frustrada e indignada. La crisis no es una catástrofe, es una
coyuntura que exige un cambio de rumbo y de perspectiva. Lo que sí es una
catástrofe es el inmovilismo empeñado en perpetuar los privilegios de una casta
(para decirlo al modo Iglesias) ya no justificados por la marcha general de las
cosas. ¿Recuerdan ustedes, amigos lectores, lo que dejó escrito Carlos Marx
acerca de la lucha entre lo viejo que se resiste a morir y lo nuevo que pugna
por aparecer? No les estoy hablando de antiguallas: ese análisis tiene más
actualidad que tanta filfa como nos sirve a diario la verborrea de los medios
de desinformación.