Hablan Andrés Ortega y Ulrike Guérot, en “Construir Europa como
República” (Tribuna de El País, 24.6.2014), de la posibilidad de superar la
idea de una Europa como federación de estados-nación a través de la
construcción de una República europea, es decir de un ente político
transnacional cimentado en las reglas usuales de la democracia, en virtud de
las cuales nadie es más que otro. Se trata, no hace falta insistir en ello, de
un proyecto a largo plazo dada la actual correlación de fuerzas; pero me apunto
a él desde ya mismo. Mejor dicho, estoy apuntado a él ya desde antes.
Quiero subrayar en particular una de las propuestas de Ortega y
Guérot en torno a esa república. Lo explican así: «… También significa aspirar a un
bien común europeo. Y esa idea de un bien común compartido por todos los
ciudadanos europeos también sería una manera de superar las preocupantes
divisiones que en los últimos tiempos han surgido en Europa entre Norte y Sur,
prestamistas y deudores, centro y periferia. […] La República se debe basar
no tanto en igualdad como en solidaridad, incluso en plural, en solidaridades,
como concepto y realidad no directamente relacionada a la solidaridad y a las
fronteras nacionales sino en el concepto de “economía agregada” en la Eurozona , para romper con
el enfoque de economías nacionales en competencia en detrimento del interés del
ciudadano.»
La idea es doble, o expresado de otra manera es una idea con
cola: se trata de pensar un «bien común europeo», compartido por todos por
encima de las divisiones nacionales o regionales (Norte y Sur, centro y
periferia, etc.), y de basar ese bien común en «solidaridades» concretas, a
partir del concepto de una «economía agregada» que rompa el enfoque de la
competencia entre las economías nacionales.
La idea de un «bien común europeo» me
parece a un tiempo rompedora y preñada de consecuencias. Rompedora, porque,
como lo he expresado en alguna ocasión anterior, la mentalidad en la que
seguimos inmersos en lo que se refiere a la construcción de Europa es la que criticaba
John Kennedy de los americanos en relación con su país: pensamos más – aún y a
pesar de todas las prédicas – en qué puede hacer Europa por nosotros, que no en
lo que podemos hacer nosotros por Europa. Preñada de consecuencias, porque la
idea de una Europa unida, democràtica y solidaria permitiría situar algunos
problemas urgentes en una dimensión y unas perspectivas más amplias que
facilitarían avanzar hacia soluciones que ahora aparecen bloqueadas.
Un ejemplo, y prometo volver sobre él en
otras ocasiones. Ocuparse en el plano estatal-nacional de recomponer el tejido
agujereado y precarizado de la protección social (el welfare, formulado en su
etiqueta genérica) viene a ser más o menos el mismo trabajo al que se dedicaba
Penélope en la Odisea :
tejer de día lo que se ha destejido la noche anterior. No estoy defendiendo que
no se haga; digo simplemente que toda una serie de situaciones relacionadas con
el trabajo, con la prestación del trabajo, con las garantías del trabajo y con
la protección social al trabajador activo y al desempleado, dentro de la
empresa y fuera de ella, tienen hoy su marco natural en el ámbito de una
economía «agregada», transnacional, globalizada. El hecho de que incidan en
esas situaciones los «enfoques de unas economías nacionales en competencia, en
detrimento del interés del ciudadano» viene a erigirse como un obstáculo
insuperable para encontrar soluciones sólidas y estables. Parece posible, a
través de la actuación concertada de los sindicatos europeos y del apoyo de las
opciones políticas de izquierda representadas en la Unión , superar esa
competencia interna de los estados entre ellos, en los aspectos relacionados
con la solidaridad hacia las personas. La experiencia muestra que es posible
conseguir en ese campo éxitos puntuales. Se trataría a partir de ahí de tirar
de esos pequeños-grandes logros e irlos extendiendo hasta formar una doctrina y
una práctica, sindical y judicial, que configuren una red protectora más o
menos amplia, más o menos generalizada. A eso me refiero. Y por supuesto, la Unión europea sería un
apeadero importante, pero no la estación terminal de ese trayecto hacia un
estatuto global de derechos y garantías del trabajo y de los trabajadores.