Fue un placer, el jueves pasado, escuchar a Luis García Montero
hablar sobre la vida, las palabras y el compromiso. Ha sido otro placer –
parigual, demorado, transparente, según la doctrina de las tríadas de adjetivos
que el autor desgrana a partir de Valle-Inclán – leer la novela que había
venido a presentar: “Alguien dice tu nombre”.
Un joven estudiante de Letras metido a vendedor de enciclopedias
en un verano seco, polvoriento y caluroso. Una ciudad, Granada, convertida en
un laberinto recorrido en todas direcciones y de forma incesante a partir de
dos polos fijos: el número siete de la calle Lepanto, sede de las oficinas de
la editorial Universo, y el cuarto piso del número cuatro de Transversal de la Bomba , domicilio de una
amante improbable, madura y pedagógica. El laberinto de la ciudad se amplía a
otras realidades: un calendario, cifra del laberinto de los días, queda
detenido en una fecha pasada y se convierte entonces en el signo visible de una
realidad oculta. Una enciclopedia en tres tomos también tiene una estructura
laberíntica en la que todas las palabras, todos los signos, guardan entre sí
una relación necesaria. La red provincial de trenes y autobuses a Loja, Motril,
Huétor, Maracena, también puede convertirse en jeroglífico. Y la literatura,
sobre todo, es la cifra capaz de desenredar una realidad laberíntica, el método
que permite ordenar con paciencia y poner en relación entre ellas a las
palabras, para enriquecerlas con nuevos significados y convertirlas en dardos
certeros que señalan realidades que no existían antes porque nadie aún les
había dado nombre. Todo tiene uno o más sustratos, trasfondos, lecturas
distintas en diferentes niveles de profundidad. Incluso los espejos del Café
Suizo dejan de pronto de ser superficies planas, reflejos vacíos, y es posible
penetrar a través de ellos en el mundo escondido en el otro lado.
La represión, el abuso, la imposición forzada de una verdad
oficial, la injusticia, el miedo, el conformismo, el hambre, conforman una
realidad presente pero que en la novela no se asoma casi nunca al primer plano;
es un paisaje que se percibe como telón de fondo de la trama, de la misma
manera como la Alhambra
y las cumbres de Sierra Nevada delinean un horizonte cerrado desde la
perspectiva de la estación de autobuses. Hay breves episodios de violencia: un
perro es ahorcado y otro atado a un árbol y apaleado, un bastón se rompe en las
espaldas del hijo de un alcalde, rasgan el aire un puñetazo vengador y una
pedrada de represalia. Son instantes esbozados sin insistencia, con una técnica
puntillista, delicada.
Pero en la definición misma del laberinto está implícita la
existencia de una salida. Un laberinto no es un muro, es un trayecto. Complejo,
con vueltas y revueltas, con cambios de dirección y perspectivas engañosas. Con
salida. La condición primera de la existencia de un laberinto es la posibilidad
de salir de él. Quien entra no lo hace para perder toda esperanza, como ocurre
en el infierno del Dante, sino justamente para salir vencedor, como Teseo en
Creta. También el laberinto de la novela de García Montero concluye con una
salida inesperada, deslumbrante.
Atención a ese último adjetivo. Ahí encuentro yo “mi” objeción a
la propuesta del autor granadino. Cuando el mago saca un conejo de la chistera,
todos aplaudimos deslumbrados. Luego él saluda, se retira, se apagan las luces,
y sabemos que ha hecho trampa. El cómo, el dónde, son cuestiones secundarias:
fue un truco. Y eso ocurre con el final de la novela de García Montero. La vida
seguirá en otoño del 63, los amores se prolongarán o fenecerán, se asumirán
nuevos compromisos, y no concluirá ni menguará el esfuerzo por plasmarlo todo
en palabras adecuadas. Es así, y así se sugiere. Pero el final verdadero de una
novela repleta de verdades no era una apoteosis escénica que, siento decirlo,
tiene todo el aire equívoco de un tinglado.