En recuerdo de Vittorio Foa, maestro de sindicalistas
«Para que exista alternativa tiene que
existir una propuesta de desplazamiento, un proyecto y un trayecto, con un
objetivo claro como estación final.» Lo escribí así anteayer, y un amigo me
urge a precisar más y ampliar esa idea del trayecto que debe recorrer una
alternativa.
La cosa es así. De entrada, no hace falta insistir mucho en el
proyecto o programa, lo llevamos en nuestra herencia genética. «Programa,
programa, programa» fue la trilogía propuesta por Julio Anguita, y ese sigue
siendo el principio de todo, por más que algunos adeptos al pensamiento blando
prediquen, a veces con palabras pero sobre todo con los hechos, que lo primero
es el poder, y el programa es tan sólo un adorno, un accesorio susceptible de
ser utilizado sobre la marcha como elemento de trueque.
En cualquier caso, el proyecto o programa no es más que el
principio. Un punto de partida o, si se quiere, un itinerario trazado sobre el
mapa. Es sabido que los mapas tienen la característica de ser superficies
planas, abarcables de un golpe de vista. Por detallados que sean, son
simplificaciones de la realidad. (Ideologías, podríamos llamarlos con justeza.)
El programa, el mapa, no supone ningún paso adelante, sino sólo una
declaración, tan solemne como se quiera, de la intención de dar pasos adelante.
Lo decisivo, entonces, para una alternativa política no es el
programa que le sirve de guía, sino los pasos concretos que plasman en la
realidad el cumplimiento del programa, y la forma como éste avanza y se
despliega. Lo decisivo es el trayecto.
Esta verdad no ha sido comprendida en ocasiones. Se ha valorado
más el proyecto que el trayecto, más la intención que la realización concreta.
Expresado con las palabras de Vittorio Foa: «La asunción del proyecto como un
valor absoluto y la concepción de la política como realización de un diseño
“dado” han vertebrado la ideología socialcomunista. Ese fundamento ideológico
ha provocado que se tardara en entender, por ejemplo, que la revolución de
Octubre, vivida como una gran experiencia liberadora, estaba en la base de unos
sistemas comunistas opresivos.» (En Il
cavallo e la torre, p. 163).
Y Foa concluye, en el mismo lugar: «Debemos
dejar de justificar nuestra necesidad de proyectar, de programar, en la
presunta necesidad de movilizar a la gente. El proyecto vale sólo como
indicación de un trayecto significativo de determinados valores, y sólo si va
acompañado de la concreción de los pasos a seguir. Proyecto es un proceso de
verificación factual, un control democrático de una realidad compleja.»
El trayecto tiene otra característica que
importa tener en cuenta: es un recorrido no sólo en el espacio, sino también en
el tiempo. Para volver a la reflexión publicada ayer sobre el tiempo y la
política, el proyecto se inscribe en el tiempo abstracto, mientras que el
trayecto entra de pleno en el reino de la duración. Eso obliga a tener en
cuenta otro factor esencial: el cambio. La duración implica cambio, evolución,
en todas las cosas vivas sometidas a ella. Ahora bien, tal como está conformada
nuestra mente, somos muy capaces de comprender y de prever el cambio en los
demás, pero nuestro propio cambio interno nos resulta por lo general
incomprensible e imprevisible. Esa circunstancia conduce a que proyectos
ambiciosos y bien madurados fracasen a lo largo del trayecto. Lo explicaré de
nuevo con un ejemplo puesto por Vittorio Foa: «Desde
la perspectiva de hoy, podría decirse que el error de la propuesta de
compromiso histórico de Berlinguer consistió en pedir a la Democracia Cristiana
que cambiara, y no tener en cuenta que él mismo y su propio partido cambiarían
también.»
Son estas dificultades en la fatigosa concreción de un trayecto
a través de una realidad social tridimensional, poliédrica, escabrosa y tozuda,
que no es ni neoliberal ni estatalista, ni reaccionaria ni revolucionaria, ni
planificada ni de libre mercado, sino una mezcla informe y embarullada de todos
esos elementos; son estas dificultades, digo, las que han convertido la gran
alternativa política que podemos llamar revolución o emancipación o cualquier
otro nombre similar, en un problema arduo que ha necesitado siglos para
resolverse a través de una lenta acumulación de fuerzas, y a veces sólo horas
para desbaratarse. Si todo fuera cuestión de programa, estaríamos al cabo de la
calle.