Reanudo mis comentarios en torno al estudio de Iginio Ariemma
sobre Bruno Trentin, que López Bulla, ¿sabremos agradecérselo?, está
traduciendo para nosotros (1). Después de examinar la fructífera conexión que
estableció Bruno entre los dos conceptos aparentemente contrarios de trabajo y
libertad, toca ahora detenerse en esa otra relación que establece entre trabajo
y cultura. Es una cuestión difícil, y he de advertir al lector que llevo ya dos
gatillazos sonados en mis intentos de hilvanar cuatro ideas sobre el asunto sin
caer en contradicción.
El punto de partida está claro. Ariemma expresa así la posición
de Trentin: «La formación y la calidad del trabajo
son los objetivos fundamentales para derrotar a la precarización, el trabajo
pobre y «muerto», y también para intervenir en el marxiano trabajo abstracto
para que la persona-trabajador pueda realizarse verdaderamente con su propio
proyecto de vida. Ya en los años setenta, Bruno había pensado en la conquista
de 150 horas retribuidas para la formación (“incluso para aprender a tocar el
contrabajo si el obrero lo desea”, repetía).»
Trentin era enérgicamente contrario a ese sobreentendido fatal
según el cual la cultura florece en el ocio de las clases sociales acomodadas,
es decir en un terreno privilegiado por estar eximido, precisamente, de la
maldición bíblica que condena al hombre a la esclavitud del trabajo. Nadie se
atreverá a afirmar que el obrero-masa es incapaz de tocar el contrabajo
medianamente bien si dedica a ese fin un esfuerzo particular en sus horas
libres. Pero en cualquier caso es un axioma que deberá dejar colgada su
sabiduría musical de un clavo puesto en el dintel de la puerta de la fábrica;
allí mismo donde el sargento mayor de la compañía nos vociferaba a los quintos
que debíamos dejar colgados los cojones cuando traspasábamos la puerta del
cuartel.
Pero cultura es, por definición, todo lo que se cultiva; y por
tanto la cultura nace del trabajo, es un fruto más del trabajo. La privación de
la cultura para el mundo del trabajo es una desigualdad no original, sino
sobrevenida. Decretada. Los managers tayloristas han suscrito gustosos la frase
histórica del conde de Belicena, «Los
pobreticos y los jambríos no deberían conocer más allá de la regla de tres
simple» (2). Una frase que
resume mejor que ningún discurso el estado de la cuestión.
El problema gordo es qué entendemos por cultura, y si ese
concepto engloba tanto la trigonometría como el contrabajo. Trentin fue un
gramsciano consecuente en este punto. Frente a ideas como la condición clasista
de la “gran” cultura, y más aún frente al intento de armar una cultura de clase
contra clase, una proletkult, concibe
la cultura sin adjetivos como un legado universal y como una comprensión global
del mundo en sus contradicciones. En ese sentido la cultura es un instrumento
de hegemonía, y las clases trabajadoras sólo podrán afirmarse como dirigentes
cuando superen su visión de parte y alcancen una autoconciencia capaz de
asimilar y asumir su propia función y la del resto de la sociedad desde todos
los ácimuts de una concepción del mundo compleja, poliédrica.
En algún momento histórico se ha propugnado una alianza de las
fuerzas del trabajo y las de la cultura. No es malo en ningún caso intentar
mancomunar esfuerzos, pero la idea misma parte de un error conceptual. (Error
por lo menos desde la visión de Gramsci y de Trentin). Porque trabajo y cultura
no están situados en dos campos diferentes, no son realidades distintas. Son
dos expresiones, una inmediata, la otra más a largo plazo, de una misma
realidad social. La cultura es, de alguna manera, trabajo acumulado. Y la línea
conceptual que lleva desde el trabajo hasta la liberación del hombre, pasa
necesariamente por la vía de la cultura.
Una última nota, aún. La cultura no es un concepto mensurable
desde parámetros cuantitativos, sino cualitativos. Tener más cultura no
significa saber más cosas, sino saber relacionar entre ellas las cosas que se
saben y extraer de esa relación más consecuencias pertinentes. Los trabajadores
necesitan saber más sobre sí mismos, sobre lo que hacen, sobre las
consecuencias sociales de lo que hacen. Y es en ese orden de ideas, en el que
Trentin propone la extensión y la difusión de la cultura, de toda la cultura,
de modo que empape de abajo arriba el proceso de trabajo. Puede considerarse
una utopía, ciertamente, pero él reivindicó en un texto célebre il coraggio dell’utopia.
(2) En relación con la estupenda declaración del conde de
Belicena, ver “Las matemáticas y la explotación del trabajo asalariado”,
en Metiendo Bulla.