Con la oportunidad
y la puntería que atribuye la sabiduría popular a la pedrada en ojo de
boticario, aparece hoy en El País un artículo de Anita
Williams Wooley sobre la inteligencia colectiva (1) que refuerza, o así
me lo parece, la hipótesis que yo exponía ayer en estas mismas páginas. En aras
de la saludable clarificación de las posturas me permito hoy, por vía de
excepción y casi, casi, “por alusiones”, la siguiente posdata a lo que ayer
afirmé.
El “nuevo”
taylorismo (2) apuesta por la inteligencia artificial y desdeña la inteligencia
colectiva. Es una opción, pero no hay motivos para presentarla como la “única”
opción. Wooley viene a demostrar con mucho garbo que existen lecturas distintas
de la realidad, y alternativas válidas al “pensamiento único” que garantizan más
eficiencia y más progreso. Porque el progreso no es un vector rectilíneo. Por mucho
prestigio que atribuyamos a la inteligencia artificial de los ordenadores, la
humanidad avanzó bastante, y a lo largo de bastante tiempo, sin ellos. Y la
lectura de que todo progreso es fruto de una iniciativa y de un esfuerzo
individuales, resulta muy difícil de mantener por lo menos desde que un equipo
de cazadores neandertales se las agenció para distribuir entre sus componentes una
serie de tareas coordinadas que permitieron acorralar y dar caza a un mamut,
algo que ninguno de ellos individualmente podía haber conseguido.
La división del
trabajo fue un invento benéfico para la humanidad en la medida en que vino
acompañada por la coordinación y la cooperación en el trabajo. Y esa visión del
trabajo como realidad humana y social le otorga un valor que va siempre más
allá del escalón técnico en el que está situado. Es una lección sencilla, pero
olvidada hasta un extremo lamentable por muchas flamantes escuelas de negocios.