Un diario
electrónico, bez.es, que me acompaña todos
los días en el desayuno, plantea esta mañana el siguiente acertijo: ¿están
nuestros políticos al borde del abismo, o encima de un volcán? Las dos
situaciones representan un gran peligro pero no son iguales, advierte el
articulista. En efecto, reflexiono: cuando se está al borde del abismo siempre queda el viejo
recurso de dar un gran paso adelante; el cual no sirve de nada en las proximidades
del volcán, para las que el único remedio consiste en picar soleta y marcharse
con la música a otra parte, mejor antes que luego.
En cualquier caso, niego
la mayor. La situación actual no responde, a lo que entiendo, a ninguna de las
dos premisas establecidas. Cierto que pisamos un terreno telúricamente
inestable y que un cataclismo no es descartable a medio plazo, pero tampoco hay
temblores cuantificables en la escala de Richter ni otros signos de explosión inminente.
Traslademos entonces la atención al abismo. ¿Dónde está situado exactamente? ¿Qué
posición ocupan en relación con él nuestros políticos? ¿Se arreglarían las
cosas con el tópico gran paso adelante, o en su defecto con un giro de ciento
ochenta grados?
Cada cual es libre
de dar su opinión. La mía es que nuestra clase política no estaba inmóvil
frente al abismo; y que mientras se movía con toda clase de aspavientos
alarmados en aquella situación altamente incómoda, trazando en el aire
infinidad de líneas rojas no traspasables, pisó mierda.
El verdadero problema
de pisar mierda al borde del abismo no es ese olorcillo insinuante que nos
acompaña y resiste todos los esfuerzos por eliminarlo; lo realmente grave es el
resbalón inevitable. En mi opinión, el temido “salto adelante” se ha dado ya; ocurrió
en concreto el pasado día veintiséis. Desde ese día no estamos al borde del abismo,
sino en el fondo mismo. No es cuestión de activar recursos de emergencia
institucionales; los ciento y pico días pasados han mostrado que tales recursos,
o no existían, o no eran eficaces.
No parece posible ahora
el salvador paso adelante para sobrevolar el abismo, sostenidos por los vientos
neoliberales y con un gobierno de gran coalición al timón; el malestar de fondo
de la ciudadanía es demasiado ostensible y poderoso. Cualquiera que sea el
sentido último del voto del 20D y del que se espera para junio, no va en esa
dirección. No es posible cerrar los ojos y pasar página en el tema de la
corrupción con promesas de que no volverá a ocurrir; los grandes delitos constatados
exigen una reparación adecuada. No se puede ignorar la información de los
papeles de Panamá, que muestran la forma consciente y consecuente en que, no
solo buen número de especímenes destacados de la clase política, sino toda una
porción significativa de lo que suele llamarse “gente de bien” en la prensa de
papel satinado, han defraudado y saqueado el Estado social desde situaciones de
privilegio.
Aun en el caso de
que se acometieran los exorcismos y las reparaciones obligadas, no sería posible
tampoco volver a un pasado idílico de funcionamiento eficaz de los mecanismos institucionales
de protección y de previsión social, porque ni el pasado ha sido idílico, ni la
coyuntura nacional, europea y global permite una solución de ese cariz.
Si existen en
alguna parte, aún, una derecha no apriorista y una izquierda no nostálgica,
sería el momento de que pusieran juntas manos a la obra de lo que nos haría mucha
falta en estos momentos de tribulación: una reconstrucción a fondo del Estado y
de sus instituciones, emprendida de buena fe y con buena voluntad a partir de
un pacto amplio a largo plazo, que aglutine fuerzas transversales y utilice
como herramienta prioritaria, no el procedimiento filosófico tomista de tomar como
punto de partida las verdades universales inmutables y el respeto a las
esencias, sino ese otro método humildemente científico, pero único que ha
proporcionado a las sociedades humanas algún progreso histórico: el del ensayo
y el error.