El otro
prisionero de Zenda, capítulo 6 (*)
– ¡Pisha, ahueca,
tenemos que abrirnos ya, o aquí no la contamos!
La voz sonaba
urgente en mi semiinconsciencia. La respiración se me hacía difícil, un humo
espeso atufaba el ambiente. No me importaba en absoluto, mi cuerpo y mi mente
necesitaban con urgencia un largo descanso; un descanso eterno tal vez.
– ¡Despabila, joer,
cagüen tó!
Reconocí en medio
de mis sueños desfallecientes el inconfundible español macarra chapurreado por
Karla, el superespía ruso de cuya presencia en Zenda me había informado
Vladimir Putin en un SMS. Él le llama invariablemente Józef K., pero Karla fue
siempre su nombre de guerra. Tuvo en tiempos del antiguo régimen soviético un
rifirrafe bastante sonado con George Smiley, de los servicios secretos
británicos. Creo que alguien ha contado en alguna parte esa historia, aunque
con inexactitudes flagrantes. Después del final de la URSS, Karla se adaptó a
regañadientes a los nuevos paradigmas de la globalización. En la Rusia actual es
un profesional respetado y bien pagado, si bien se le considera ideológicamente
poco fiable. Tiene mi misma edad, es decir que le ha llegado de largo la edad
de la jubilación; pero sigue en activo. Yo también. Los dos, por excelentes
razones. Él es el as de los espías; yo, el as de los chivos expiatorios. Nos
valoramos y respetamos mutuamente.
Karla me cargó sobre
sus hombros y me bajó por las escaleras hasta el patio de armas. Por el rabillo
del ojo vi lenguas de fuego asomando por las ventanas del torreón de poniente.
Me despabilé al instante.
– ¿Qué está
pasando?
– L’han prendío
fuego. Trun’ no soporta que siga dempié un sitio donde él ha estao prisionero.
– ¿Y yo? ¿Tenía que
morir también en la hoguera, como Juana de Arco?
– Reglas de
Washington – replicó Karla. – Liminación porfilática de testigos potenciales indeseables.
– No es nada
personal – recordé en voz alta las palabras de Freddy.
– Sazto.
Me condujo a otra
escalera que bajaba a los sótanos, evitando la puerta principal (“si quiés salir
por hai, te yevas una ensalá tiros”). Recorrimos un largo pasillo subterráneo con
mazmorras alineadas a ambos lados. Entramos en la del extremo, y Karla levantó
una trampilla del suelo.
– Esto sale ar
foso, a cuatro metros de profundidá. ¿Tendrás juerza pá subir a superficie tú
solo?
– No – dije.
– Entonse aguanta
la respirasión, quillo.
Me empujó al pozo y
se tiró detrás. El agua me acabó de despabilar, y con muchos manoteos y algo de
ayuda de Karla pude llegar a la superficie. Frente a la fachada del castillo en
llamas se mantenía un grupo compacto de tropa, con las armas listas en prevengan.
Nosotros salimos a tierra por la parte trasera, desenfilados de vistas. Karla
me llevó a un bosquete en el que estaba oculto un Opel Corsa destartalado, de
color gris sucio.
– Sube.
– ¿Dónde vas a
llevarme, Karla? ¿A Moscú?
– ¿Moscú? Nasti de
plasti, quillo. Yo soy un agente independiente, a ver qué. ¡Moscú! Mira el deo,
cómo se m'ha puesto.
Y me enseñó el dedo
corazón de la mano derecha, rígido.
Cuando amaneció,
habíamos cruzado la frontera de Montenegro. La luz del sol naciente aparecía
enturbiada por el resplandor rojizo del incendio de Zenda y la columna de humo
y cenizas que se alzaba hasta el cielo desde allí.
* * *
Me despedí de Karla
en el aeropuerto de Podgorica. Tuve en ese momento la esperanza utópica de encontrarme
a salvo. No había ningún vuelo directo a Barcelona, solo uno de Lufthansa a
Berlín, desde donde pensé que me sería factible volver a casa sin problemas.
Pero cuando la policía del aeropuerto de Tegel vio mi documento de identidad,
me apartó de la cola sin más explicaciones y me encerró en una habitación
vacía.
Allí pasé más de
cuarenta y ocho horas, sin que nadie se dignara darme ninguna explicación. Me
dieron comida, eso sí, a sus horas, y también me pasaron la prensa del día, en
alemán y en inglés. Leí en inglés, el segundo día, que un fuego originado accidentalmente
en las dependencias del resort ubicado en algún lugar de la región del
Adriático donde Donald Trump se relajaba jugando al golf después de su
larga gira europea de buena voluntad, había exigido una evacuación de urgencia
de todo el personal. Por fortuna el presidente estaba ileso y a salvo, pero dos
personas de su séquito habían fallecido víctimas de la virulencia del fuego
repentino. Eran Julius W. Sapt, coronel del staff del Alto Mando estratégico, y
Frederick Tarlenheim, asesor comercial. Los cuerpos de ambos habían sido repatriados
en un avión militar, para ser inhumados en Arlington, con honores.
Seguía meditando
sobre la noticia cuando dos fornidos policías alemanes me sacaron de mi celda
de aislamiento, me introdujeron sin explicaciones pero sin violencia en un
automóvil, y me acompañaron hasta la puerta del despacho oficial de Ángela
Merkel en la cancillería del Reich. Yo nunca había estado allí, pero había
visto varias veces el lugar por videoconferencia.
– Así que aquí
estamos, herr Gottráiguetz – me saludó Ángela con la efusividad de un témpano
de hielo a la deriva por el Pacífico Sur.
– Aquí estamos,
Ángela.
Frunció el
entrecejo.
– Yo para usted no
Ángela, yo Fräulein Merkel.
– Aquí estamos,
Fräulein Merkel – respondí, sumiso.
– Mucho yo por
usted preocupada estos días atrás. Preguntando insistentemente a Washington qué
haber sucedido a herr Gottráiguetz en incendio del castillo de Zenda. Ellos me
dicen Zenda no existe, castillo no existe, herr Gottráiguetz no existe tampoco.
Solo fuego accidental en un club de golf. Ahora usted me explica lo sucedido
desde su punto de vista.
Le conté sin
arabescos lo sucedido. Narrar solo los hechos, sin ninguna interpretación, me
llevó unos ocho minutos. Solo me callé la intervención de Karla; entre colegas es
un deber ayudarnos recíprocamente. Añadí al final que mi no existencia era la
mejor defensa del Departamento de Estado caso de que alguien pretendiera llevar
adelante una conferencia de prensa sobre lo ocurrido, o una reclamación ante
los tribunales. ¿Qué credibilidad podía tener una persona que nunca había
estado en el lugar de los hechos, cuyo nombre no constaba en ningún documento
oficial, que no era literalmente nadie? ¿Y qué testigos podía aportar?
Fräulein Merkel me
miró pensativa.
– ¿Puede yo fiar
entera y absolutamente de versión suya de los hechos?
– Puede.
– ¿Cómo explica que
primos de América han querido deshacerse de usted, un agente reclutado por la
República Federal Alemana y sometido a nuestra autoridad independiente?
– Reglas de
Washington – respondí –. Desactivar a testigos potencialmente comprometedores.
No es nada personal.
– Entonces, ¿las
muertes de Sapt y Tarlenheim? – preguntó la cancillera.
– Eran también
testigos. Amistosos en principio, pero en política las alianzas son mudables. Y
si el chivo expiatorio principal se vuelve ilocalizable y queda fuera de
control, por fuerza otro debe ocupar su lugar. Reglas de Washington.
– Yo comprende –
suspiró Fräulein Merkel rompiendo un largo silencio –. Lamentablemente todo concuerda. Su historia se
sostiene, herr Gottráiguetz.
– ¿Qué es lo que
concuerda, cancillera? ¿Qué es lo que se sostiene? No entiendo su observación.
Otro suspiro de
Ángela, más profundo, reveló una fuerte carga de estrés acumulado.
– Yo lleva dos días
oponiendo veto formal de Unión Europea, de Bundesbank y mío personal a una
operación que Departamento de Estado tiene empeño ser necesaria. Ellos quieren
eliminar aún otro testigo peligroso.
– ¿Quién?
No se me ocurría a
bote pronto de qué otra persona podía tratarse.
– Herr Papa.
– ¡No es posible! –
exclamé, casi sin querer.
– Lo mismo dicho
yo, y me insisten ya se ha hecho antes.
FIN
(*) Puede leerse la
historia completa en este blog a partir del post del 4 de agosto, “Cabello de
Ángela”. Los siguientes capítulos son, por este orden, “Hablando de Dios,
aproximadamente”, “Una proposición deshonesta”, “Rumbo a Zenda” y “Técnica del
contragolpe de Estado”.