viernes, 4 de agosto de 2017

CABELLO DE ÁNGELA


El otro prisionero de Zenda (1)

 

Fue Merkel, como de costumbre, la que armó el zafarrancho por cuenta mía. Las cancillerías europeas estaban en un impasse. Querían presentar ante la ciudadanía del área de Schengen a Donald Trump como “ese caballero original y de humor bondadoso del que se viene hablando tan mal sin motivo”: un lifting de imagen, dicho de otra manera.
Entonces, habían empezado a programar una gira de buena voluntad. Trump estrujaría la mano sin contemplaciones a Macron, a Renzi, a Koczinski; jugaría un tute subastado con Mariano Rajoy (Trump ganaría la partida y Rajoy se haría cargo de las consumiciones, requisito indispensable para el placet presidencial); pellizcaría al paso el popó de Ángela, en un descuido fingido de esta. Etc. Todos los implicados estaban ya de acuerdo en tragarse el sapo sin rechistar. Se trataba de gestos adscribibles a una persona poco convencional pero encantadora en el fondo, y contribuirían a tranquilizar al europeo medio, que en términos de tendencia andaba con la mosca detrás de la oreja al respecto del jerifalte indiano.
Pero la confección del calendario de la gira de Trump tenía un agujero negro, que podía dar al traste con todo. Los chambelanes de las oficinas diplomáticas, los think tanks de los lobbys más a la vista, y los tertulianos de las cadenas televisivas de mayor audiencia, insistían en que la imagen apacible del mandatario estadounidense solo podía quedar bien asentada si se dejaba ver por las cámaras y los teleobjetivos al lado de su santidad el papa Francisco. Era un sine qua non.
Las primeras gestiones prospectivas cerca de ambas personalidades arrojaron un resultado descorazonador. Donald declaró con altanería que no tenía la menor intención de dar cancha a un pringaíllo latino a quien, caso de que albergara la intención de instalarse en territorio yanqui, él mismo se vería obligado a negar el permiso de inmigración. Gabaglio, por su parte, cuando le expusieron el plan, reaccionó arrojando su solideo al Tíber, y en un tris estuvo que no fuera detrás uno de sus legendarios zapatones: “¿Vos me pedís que reciba a ese gran boludo en el Vaticano? ¿A esa mezcla rara de penúltimo linyera y polizonte en un viaje a Venus, con medio melón en la cabeza? ¡Nunca! ¡Me pianto nomás!”    
Chambelanes, lobistas y tertulianos insistieron en que urgía encontrar una solución. La solución no aparecía. Fue providencial, hablando en términos bastante laxos y en sentido figurado, que Ángela tuviera una iluminación repentina en la peluquería, debajo del secador. “¡Gottráiguetz!”, dicen las crónicas que exclamó, colocando a la peluquera al borde del infarto por lo sonoro de la expresión y el énfasis puesto por la cancillera.
Más tarde explicó su plan pormenorizadamente a Wolfie Shäuble, que fue el encargado de hacer circular la iniciativa por los lugares oportunos:
– Herr Gottráiguetz es casi tan bobalicón y tripudo como el presidente Trump, y tiene su misma edad provecta, sin hablar de la sanfasón y la falta de respeto por la autoridad constituida. Con una peluca color fuego, un corte de traje del mismo sastre de la Casa Blanca, y un maquillaje adecuado para festonearle esa desagradable jeta de pecas rojizas, colará ante los fotógrafos como si fuera el original. Herr Papa le concederá una audiencia de media hora, y al salir Gottráiguetz le besará el anillo delante de un círculo de fotógrafos de prensa cuidadosamente seleccionados. Colará, apuesto a que colará. El querido Donald no tiene más que interrumpir la gira durante 24 horas y no dejarse ver en público ese día. Se le puede meter en el dormitorio unas cuantas chicas ligeras de ropa para que entretenga la sesión matinal agarrándolas del chichi. Todo sea por la causa.
Gottráiguetz era yo, por supuesto. Ángela me llama así convencida de que está diciendo el apellido Rodríguez en español correcto con acento castizo. La inquina venenosa que me tiene data de dos veranos atrás, ocasión en la que yo desempeñé de forma airosa y con un sentido de la iniciativa destacable el papel de chivo expiatorio en un complejo caso internacional, el robo de las joyas de madame Lagarde en un hotel de cinco estrellas en Atenas. Todo salió a pedir de boca (*), pero al humo de las velas tuve el desacierto de descararme con la cancillera estando ella en el pleno desempeño de sus altas funciones. El suceso ocurrió rigurosamente en privado y por videoconferencia, pero Ángela no es de las que olvidan.
A Wolfie, un puritano clavado, de cabeza cuadrada, no le gustó el plan; ni la parte de Gottráiguetz (me tenía tirria, también, por los mismos motivos que su superiora), ni la parte de las pobres muchachas de chichis desamparados en el dormitorio de semejante verraco.
Pero Wolfie tuvo que envainársela. Ángela le dejó muy claro en la ocasión (como en todas las otras ocasiones, por lo demás) quién mandaba allí.
Fui reclutado por el procedimiento habitual; es decir, secuestrado y arrastrado a un piso secreto de los servicios de inteligencia, donde se me aleccionó por videoconferencia sobre lo que debería hacer. Mis monitores fueron dos hologramas de estrellas de la pantalla, pero no los mismos hologramas de dos años atrás. Signo de unos tiempos menos glamurosos y más devotos del gimnasio, en lugar de Cary Grant y Lauren Bacall, mis interlocutores fueron en esta ocasión Arnold Schwarzenegger y Kim Kardashian.
Fuera o no por esa razón, me negué insistentemente a colaborar. Ángela, sin embargo, me dejó también a mí muy claro (como siempre) quién mandaba allí. No tuve la menor opción, a pesar de que le elogié el encanto de la permanente lacia que lucía con un salero muy, llamémoslo, pomeranio. Enrojeció de placer, pero no se movió un milímetro de sus exigencias. Al final, como en el fondo soy un estoico y un epicúreo, accedí. Haría todo lo que se me pedía. Charlaría media hora con Gabaglio, le besaría el anillo y dejaría que nos hicieran fotos para la prensa. Luego, desaparecería discretamente por el foro.
Parecía un asunto sencillo. Desagradable por el disfraz de Trump, uno no sabe nunca qué miasmas pueden acudir al conjuro de una personalidad de ese calibre. Por lo demás, coser y cantar.
Eso creía yo.
 

(*) El lector interesado en aquella trama puede consultar las actas no oficiales de lo sucedido en Punto y Contrapunto, julio de 2015, días 21,23, y 25 a 29.