El otro prisionero
de Zenda (1)
Fue Merkel, como de
costumbre, la que armó el zafarrancho por cuenta mía. Las cancillerías europeas
estaban en un impasse. Querían presentar ante la ciudadanía del área de
Schengen a Donald Trump como “ese caballero original y de humor bondadoso del
que se viene hablando tan mal sin motivo”: un lifting de imagen, dicho de otra manera.
Entonces, habían empezado
a programar una gira de buena voluntad. Trump estrujaría la mano sin
contemplaciones a Macron, a Renzi, a Koczinski; jugaría un tute subastado con
Mariano Rajoy (Trump ganaría la partida y Rajoy se haría cargo de las
consumiciones, requisito indispensable para el placet presidencial); pellizcaría al paso el popó de Ángela, en un
descuido fingido de esta. Etc. Todos los implicados estaban ya de acuerdo en
tragarse el sapo sin rechistar. Se trataba de gestos adscribibles a una persona
poco convencional pero encantadora en el fondo, y contribuirían a tranquilizar
al europeo medio, que en términos de tendencia andaba con la mosca detrás de la
oreja al respecto del jerifalte indiano.
Pero la confección
del calendario de la gira de Trump tenía un agujero negro, que podía dar al
traste con todo. Los chambelanes de las oficinas diplomáticas, los think tanks de los lobbys más a la vista, y los tertulianos de las cadenas televisivas
de mayor audiencia, insistían en que la imagen apacible del mandatario
estadounidense solo podía quedar bien asentada si se dejaba ver por las cámaras
y los teleobjetivos al lado de su santidad el papa Francisco. Era un sine qua
non.
Las primeras
gestiones prospectivas cerca de ambas personalidades arrojaron un resultado descorazonador.
Donald declaró con altanería que no tenía la menor intención de dar cancha a un
pringaíllo latino a quien, caso de que albergara la intención de instalarse en
territorio yanqui, él mismo se vería obligado a negar el permiso de
inmigración. Gabaglio, por su parte, cuando le expusieron el plan, reaccionó
arrojando su solideo al Tíber, y en un tris estuvo que no fuera detrás uno de
sus legendarios zapatones: “¿Vos me pedís que reciba a ese gran boludo en el
Vaticano? ¿A esa mezcla rara de penúltimo linyera y polizonte en un viaje a
Venus, con medio melón en la cabeza? ¡Nunca! ¡Me pianto nomás!”
Chambelanes,
lobistas y tertulianos insistieron en que urgía encontrar una solución. La
solución no aparecía. Fue providencial, hablando en términos bastante laxos y
en sentido figurado, que Ángela tuviera una iluminación repentina en la
peluquería, debajo del secador. “¡Gottráiguetz!”, dicen las crónicas que
exclamó, colocando a la peluquera al borde del infarto por lo sonoro de la
expresión y el énfasis puesto por la cancillera.
Más tarde explicó su
plan pormenorizadamente a Wolfie Shäuble, que fue el encargado de hacer
circular la iniciativa por los lugares oportunos:
– Herr Gottráiguetz
es casi tan bobalicón y tripudo como el presidente Trump, y tiene su misma edad
provecta, sin hablar de la sanfasón y la falta de respeto por la autoridad
constituida. Con una peluca color fuego, un corte de traje del mismo sastre de
la Casa Blanca, y un maquillaje adecuado para festonearle esa desagradable jeta
de pecas rojizas, colará ante los fotógrafos como si fuera el original. Herr
Papa le concederá una audiencia de media hora, y al salir Gottráiguetz le besará
el anillo delante de un círculo de fotógrafos de prensa cuidadosamente
seleccionados. Colará, apuesto a que colará. El querido Donald no tiene más que
interrumpir la gira durante 24 horas y no dejarse ver en público ese día. Se le
puede meter en el dormitorio unas cuantas chicas ligeras de ropa para que entretenga
la sesión matinal agarrándolas del chichi. Todo sea por la causa.
Gottráiguetz era
yo, por supuesto. Ángela me llama así convencida de que está diciendo el
apellido Rodríguez en español correcto con acento castizo. La inquina venenosa
que me tiene data de dos veranos atrás, ocasión en la que yo desempeñé de forma
airosa y con un sentido de la iniciativa destacable el papel de chivo
expiatorio en un complejo caso internacional, el robo de las joyas de madame Lagarde en un hotel de cinco
estrellas en Atenas. Todo salió a pedir de boca (*), pero al humo de las velas tuve
el desacierto de descararme con la cancillera estando ella en el pleno desempeño
de sus altas funciones. El suceso ocurrió rigurosamente en privado y por
videoconferencia, pero Ángela no es de las que olvidan.
A Wolfie, un puritano
clavado, de cabeza cuadrada, no le gustó el plan; ni la parte de Gottráiguetz
(me tenía tirria, también, por los mismos motivos que su superiora), ni la
parte de las pobres muchachas de chichis desamparados en el dormitorio de
semejante verraco.
Pero Wolfie tuvo
que envainársela. Ángela le dejó muy claro en la ocasión (como en todas las
otras ocasiones, por lo demás) quién mandaba allí.
Fui reclutado por
el procedimiento habitual; es decir, secuestrado y arrastrado a un piso secreto
de los servicios de inteligencia, donde se me aleccionó por videoconferencia
sobre lo que debería hacer. Mis monitores fueron dos hologramas de estrellas de
la pantalla, pero no los mismos hologramas de dos años atrás. Signo de unos
tiempos menos glamurosos y más devotos del gimnasio, en lugar de Cary Grant y
Lauren Bacall, mis interlocutores fueron en esta ocasión Arnold Schwarzenegger
y Kim Kardashian.
Fuera o no por esa
razón, me negué insistentemente a colaborar. Ángela, sin embargo, me dejó
también a mí muy claro (como siempre) quién mandaba allí. No tuve la menor
opción, a pesar de que le elogié el encanto de la permanente lacia que lucía
con un salero muy, llamémoslo, pomeranio. Enrojeció de placer, pero no se movió
un milímetro de sus exigencias. Al final, como en el fondo soy un estoico y un
epicúreo, accedí. Haría todo lo que se me pedía. Charlaría media hora con
Gabaglio, le besaría el anillo y dejaría que nos hicieran fotos para la prensa.
Luego, desaparecería discretamente por el foro.
Parecía un asunto
sencillo. Desagradable por el disfraz de Trump, uno no sabe nunca qué miasmas
pueden acudir al conjuro de una personalidad de ese calibre. Por lo demás,
coser y cantar.
Eso creía yo.
(*) El lector
interesado en aquella trama puede consultar las actas no oficiales de lo
sucedido en Punto y Contrapunto, julio de 2015, días 21,23, y 25 a 29.