martes, 29 de agosto de 2017

DESAYUNAR SENTADOS


Puesto a empezar en gran estilo, León Tolstoi abrió su novela Ana Karenina con una frase que ha quedado para todas las antologías presentes y futuras de primeras frases de libro. Hela aquí, ¡tachín!: «Todas las familias felices se parecen, cada familia desgraciada lo es a su manera.»
El problema para nosotros, me refiero a Carmen y a mí, con dos hijos pequeños, contratos por obra en una editorial y militancia clandestina en mi caso, era que no sabíamos si éramos felices o desgraciados, si nos parecíamos a un montón de personas o veníamos a ser un caso aparte. Hoy, estamos en condiciones de llegar a la conclusión aproximada de que éramos más o menos felices, sea lo que fuere lo que signifique tal cosa; entonces, sencillamente, no teníamos tiempo para pensarlo.
Por la mañana despertábamos a los niños, les dábamos unas galletas para que las comiesen mientras se vestían, y les poníamos un vaso de leche delante para que fueran bebiendo. El bocadillo se lo llevaban al cole envuelto en papel de plata. Nosotros nos calentábamos el café con leche y picábamos a toda prisa algún producto de bollería industrial. Luego salíamos disparados, cada uno con un niño de la mano, y una vez depositados en sus destinos escolares confluíamos de nuevo en la editorial.
Almorzábamos en un restaurante de autoservicio, y los niños en la escuela. Una canguro les recogía por la tarde y les metía en la bañera nada más llegar a casa, mientras Carmen hacía las compras y yo corría a cumplir celosamente las obligaciones relacionadas con mi militancia política y sindical. Los niños cenaban con su madre; yo, al albur de la hora en que finalizaran unas reuniones largas y trabajosas. Los niños esperaban en la cama, pero despiertos, mi llegada, escuchando discos de Quilapayún, los Calchaquís o Viglietti. Cuando yo había zampado la cena en dos bocados (me estaba trabajando una úlcera, pero eso llegaría más tarde), me sentaba al borde de la cama de mis hijos y les contaba un capítulo de Peter Pan, su historia favorita. Luego empezó el ciclo del Hobbit, un cuento que por entonces todavía no había sido traducido al español. Yo no leía mi versión en francés; contaba la historia mediante un método interactivo muy satisfactorio, intercalando preguntas para evaluar el grado de comprensión. Mis hijos eran auténticas águilas para desenredar los nudos del argumento que, como se sabe, incluye a elfos, orcos, magos, enanos y dragones.
La nuestra era una vida quizá feliz, o desgraciada, o ninguna de las dos cosas, pero en absoluto sostenible. Muchos fines de semana yo los tenía ocupados, y Carmen y los niños salían de la ciudad para hacer la “función clorofílica”. Si yo no lo necesitaba, Carmen asumía la tarea de conducir el coche, algo que nunca le gustó y que después siempre ha evitado.
Hubo varias crisis de convivencia. Carmen les puso fin con un golpe de autoridad sobre la mesa: desayunaríamos todos juntos y sentados.
El desayuno se convirtió en el centro del hogar. Para emplear la expresión de una buena amiga que afirma creer mucho en la Providencia, aquello fue ciertamente providencial. Mejoró nuestra calidad de vida. Los niños escuchaban en la radio un programa de canciones infantiles según un ranking votado semanalmente por los oyentes. (Ellos siempre votaron la misma canción. Decía: “Coge al gato que a la abuela asustó, casi un infarto causó en su pobre corazón.”) Carmen y yo nos levantábamos de la cama un cuarto de hora antes, que casi ni se notaba, y disfrutábamos de la delicia novedosa del pan con tomate y jamón, mientras saboreábamos nuestro café con leche con pausa. Los nubarrones de tormenta hogareña se alejaron relativamente (nunca se fueron del todo). Desayunar sentados fue un hallazgo.
La moraleja, que dirijo a tantas parejas de edad mediana agobiadas por el reality-show diario de una vida familiar enlatada sin risas de fondo y con chistes de gracia muy dudosa, es que, en contra de la opinión de Tolstoi, muy pocas familias son decididamente felices o desgraciadas. La gran mayoría tienen elementos de las dos cosas, y siempre se parecen en algo aunque cada cual lo lleva a su propia manera. Perseverar en el intento a lo largo de los años exige un esfuerzo fatigoso y nunca suficientemente recompensado, pero separarse tampoco es, en ningún caso, una solución para tirar cohetes.