Puesto a empezar en
gran estilo, León Tolstoi abrió su novela Ana
Karenina con una frase que ha quedado para todas las antologías presentes y
futuras de primeras frases de libro. Hela aquí, ¡tachín!: «Todas las familias felices se parecen, cada familia desgraciada lo es
a su manera.»
El problema para
nosotros, me refiero a Carmen y a mí, con dos hijos pequeños, contratos por
obra en una editorial y militancia clandestina en mi caso, era que no sabíamos
si éramos felices o desgraciados, si nos parecíamos a un montón de personas o
veníamos a ser un caso aparte. Hoy, estamos en condiciones de llegar a la
conclusión aproximada de que éramos más o menos felices, sea lo que fuere lo
que signifique tal cosa; entonces, sencillamente, no teníamos tiempo para
pensarlo.
Por la mañana despertábamos
a los niños, les dábamos unas galletas para que las comiesen mientras se
vestían, y les poníamos un vaso de leche delante para que fueran bebiendo. El
bocadillo se lo llevaban al cole envuelto en papel de plata. Nosotros nos
calentábamos el café con leche y picábamos a toda prisa algún
producto de bollería industrial. Luego salíamos disparados, cada uno con un
niño de la mano, y una vez depositados en sus destinos escolares confluíamos de
nuevo en la editorial.
Almorzábamos en un
restaurante de autoservicio, y los niños en la escuela. Una canguro les recogía
por la tarde y les metía en la bañera nada más llegar a casa, mientras Carmen
hacía las compras y yo corría a cumplir celosamente las obligaciones
relacionadas con mi militancia política y sindical. Los niños cenaban con su
madre; yo, al albur de la hora en que finalizaran unas reuniones largas y
trabajosas. Los niños esperaban en la cama, pero despiertos, mi llegada, escuchando
discos de Quilapayún, los Calchaquís o Viglietti. Cuando yo había zampado la
cena en dos bocados (me estaba trabajando una úlcera, pero eso llegaría más
tarde), me sentaba al borde de la cama de mis hijos y les contaba un capítulo
de Peter Pan, su historia favorita. Luego empezó el ciclo del Hobbit, un cuento
que por entonces todavía no había sido traducido al español. Yo no leía mi
versión en francés; contaba la historia mediante un método interactivo muy
satisfactorio, intercalando preguntas para evaluar el grado de comprensión. Mis
hijos eran auténticas águilas para desenredar los nudos del argumento que, como
se sabe, incluye a elfos, orcos, magos, enanos y dragones.
La nuestra era una
vida quizá feliz, o desgraciada, o ninguna de las dos cosas, pero en absoluto
sostenible. Muchos fines de semana yo los tenía ocupados, y Carmen y los niños
salían de la ciudad para hacer la “función clorofílica”. Si yo no lo
necesitaba, Carmen asumía la tarea de conducir el coche, algo que nunca le gustó
y que después siempre ha evitado.
Hubo varias crisis
de convivencia. Carmen les puso fin con un golpe de autoridad sobre la mesa:
desayunaríamos todos juntos y sentados.
El desayuno se
convirtió en el centro del hogar. Para emplear la expresión de una buena amiga
que afirma creer mucho en la Providencia, aquello fue ciertamente providencial.
Mejoró nuestra calidad de vida. Los niños escuchaban en la radio un programa de
canciones infantiles según un ranking votado semanalmente por los oyentes. (Ellos
siempre votaron la misma canción. Decía: “Coge al gato que a la abuela asustó,
casi un infarto causó en su pobre corazón.”) Carmen y yo nos levantábamos de la
cama un cuarto de hora antes, que casi ni se notaba, y disfrutábamos de la
delicia novedosa del pan con tomate y jamón, mientras saboreábamos nuestro café
con leche con pausa. Los nubarrones de tormenta hogareña se alejaron relativamente
(nunca se fueron del todo). Desayunar sentados fue un hallazgo.
La moraleja, que
dirijo a tantas parejas de edad mediana agobiadas por el reality-show diario de
una vida familiar enlatada sin risas de fondo y con chistes de gracia muy
dudosa, es que, en contra de la opinión de Tolstoi, muy pocas familias son
decididamente felices o desgraciadas. La gran mayoría tienen elementos de las
dos cosas, y siempre se parecen en algo aunque cada cual lo lleva a su propia manera.
Perseverar en el intento a lo largo de los años exige un esfuerzo fatigoso y nunca
suficientemente recompensado, pero separarse tampoco es, en ningún caso, una
solución para tirar cohetes.