miércoles, 9 de agosto de 2017

REGLAS DE WASHINGTON


El otro prisionero de Zenda, capítulo 6 (*)

– ¡Pisha, ahueca, tenemos que abrirnos ya, o aquí no la contamos!
La voz sonaba urgente en mi semiinconsciencia. La respiración se me hacía difícil, un humo espeso atufaba el ambiente. No me importaba en absoluto, mi cuerpo y mi mente necesitaban con urgencia un largo descanso; un descanso eterno tal vez.
– ¡Despabila, joer, cagüen tó!
Reconocí en medio de mis sueños desfallecientes el inconfundible español macarra chapurreado por Karla, el superespía ruso de cuya presencia en Zenda me había informado Vladimir Putin en un SMS. Él le llama invariablemente Józef K., pero Karla fue siempre su nombre de guerra. Tuvo en tiempos del antiguo régimen soviético un rifirrafe bastante sonado con George Smiley, de los servicios secretos británicos. Creo que alguien ha contado en alguna parte esa historia, aunque con inexactitudes flagrantes. Después del final de la URSS, Karla se adaptó a regañadientes a los nuevos paradigmas de la globalización. En la Rusia actual es un profesional respetado y bien pagado, si bien se le considera ideológicamente poco fiable. Tiene mi misma edad, es decir que le ha llegado de largo la edad de la jubilación; pero sigue en activo. Yo también. Los dos, por excelentes razones. Él es el as de los espías; yo, el as de los chivos expiatorios. Nos valoramos y respetamos mutuamente.
Karla me cargó sobre sus hombros y me bajó por las escaleras hasta el patio de armas. Por el rabillo del ojo vi lenguas de fuego asomando por las ventanas del torreón de poniente. Me despabilé al instante.
– ¿Qué está pasando?
– L’han prendío fuego. Trun’ no soporta que siga dempié un sitio donde él ha estao prisionero.
– ¿Y yo? ¿Tenía que morir también en la hoguera, como Juana de Arco?
– Reglas de Washington – replicó Karla. – Liminación porfilática de testigos potenciales indeseables.
– No es nada personal – recordé en voz alta las palabras de Freddy.
– Sazto.
Me condujo a otra escalera que bajaba a los sótanos, evitando la puerta principal (“si quiés salir por hai, te yevas una ensalá tiros”). Recorrimos un largo pasillo subterráneo con mazmorras alineadas a ambos lados. Entramos en la del extremo, y Karla levantó una trampilla del suelo.
– Esto sale ar foso, a cuatro metros de profundidá. ¿Tendrás juerza pá subir a superficie tú solo?
– No – dije.
– Entonse aguanta la respirasión, quillo.
Me empujó al pozo y se tiró detrás. El agua me acabó de despabilar, y con muchos manoteos y algo de ayuda de Karla pude llegar a la superficie. Frente a la fachada del castillo en llamas se mantenía un grupo compacto de tropa, con las armas listas en prevengan. Nosotros salimos a tierra por la parte trasera, desenfilados de vistas. Karla me llevó a un bosquete en el que estaba oculto un Opel Corsa destartalado, de color gris sucio.
– Sube.
– ¿Dónde vas a llevarme, Karla? ¿A Moscú?
– ¿Moscú? Nasti de plasti, quillo. Yo soy un agente independiente, a ver qué. ¡Moscú! Mira el deo, cómo se m'ha puesto.
Y me enseñó el dedo corazón de la mano derecha, rígido.
Cuando amaneció, habíamos cruzado la frontera de Montenegro. La luz del sol naciente aparecía enturbiada por el resplandor rojizo del incendio de Zenda y la columna de humo y cenizas que se alzaba hasta el cielo desde allí.
* * *
Me despedí de Karla en el aeropuerto de Podgorica. Tuve en ese momento la esperanza utópica de encontrarme a salvo. No había ningún vuelo directo a Barcelona, solo uno de Lufthansa a Berlín, desde donde pensé que me sería factible volver a casa sin problemas. Pero cuando la policía del aeropuerto de Tegel vio mi documento de identidad, me apartó de la cola sin más explicaciones y me encerró en una habitación vacía.
Allí pasé más de cuarenta y ocho horas, sin que nadie se dignara darme ninguna explicación. Me dieron comida, eso sí, a sus horas, y también me pasaron la prensa del día, en alemán y en inglés. Leí en inglés, el segundo día, que un fuego originado accidentalmente en las dependencias del resort ubicado en algún lugar de la región del Adriático donde Donald Trump se relajaba jugando al golf después de su larga gira europea de buena voluntad, había exigido una evacuación de urgencia de todo el personal. Por fortuna el presidente estaba ileso y a salvo, pero dos personas de su séquito habían fallecido víctimas de la virulencia del fuego repentino. Eran Julius W. Sapt, coronel del staff del Alto Mando estratégico, y Frederick Tarlenheim, asesor comercial. Los cuerpos de ambos habían sido repatriados en un avión militar, para ser inhumados en Arlington, con honores.
Seguía meditando sobre la noticia cuando dos fornidos policías alemanes me sacaron de mi celda de aislamiento, me introdujeron sin explicaciones pero sin violencia en un automóvil, y me acompañaron hasta la puerta del despacho oficial de Ángela Merkel en la cancillería del Reich. Yo nunca había estado allí, pero había visto varias veces el lugar por videoconferencia.
– Así que aquí estamos, herr Gottráiguetz – me saludó Ángela con la efusividad de un témpano de hielo a la deriva por el Pacífico Sur.
– Aquí estamos, Ángela.
Frunció el entrecejo.
– Yo para usted no Ángela, yo Fräulein Merkel.
– Aquí estamos, Fräulein Merkel – respondí, sumiso.
– Mucho yo por usted preocupada estos días atrás. Preguntando insistentemente a Washington qué haber sucedido a herr Gottráiguetz en incendio del castillo de Zenda. Ellos me dicen Zenda no existe, castillo no existe, herr Gottráiguetz no existe tampoco. Solo fuego accidental en un club de golf. Ahora usted me explica lo sucedido desde su punto de vista.
Le conté sin arabescos lo sucedido. Narrar solo los hechos, sin ninguna interpretación, me llevó unos ocho minutos. Solo me callé la intervención de Karla; entre colegas es un deber ayudarnos recíprocamente. Añadí al final que mi no existencia era la mejor defensa del Departamento de Estado caso de que alguien pretendiera llevar adelante una conferencia de prensa sobre lo ocurrido, o una reclamación ante los tribunales. ¿Qué credibilidad podía tener una persona que nunca había estado en el lugar de los hechos, cuyo nombre no constaba en ningún documento oficial, que no era literalmente nadie? ¿Y qué testigos podía aportar?
Fräulein Merkel me miró pensativa.
– ¿Puede yo fiar entera y absolutamente de versión suya de los hechos?
– Puede.
– ¿Cómo explica que primos de América han querido deshacerse de usted, un agente reclutado por la República Federal Alemana y sometido a nuestra autoridad independiente?
– Reglas de Washington – respondí –. Desactivar a testigos potencialmente comprometedores. No es nada personal.
– Entonces, ¿las muertes de Sapt y Tarlenheim? – preguntó la cancillera.
– Eran también testigos. Amistosos en principio, pero en política las alianzas son mudables. Y si el chivo expiatorio principal se vuelve ilocalizable y queda fuera de control, por fuerza otro debe ocupar su lugar. Reglas de Washington.
– Yo comprende – suspiró Fräulein Merkel rompiendo un largo silencio –. Lamentablemente todo concuerda. Su historia se sostiene, herr Gottráiguetz.
– ¿Qué es lo que concuerda, cancillera? ¿Qué es lo que se sostiene? No entiendo su observación.
Otro suspiro de Ángela, más profundo, reveló una fuerte carga de estrés acumulado.
– Yo lleva dos días oponiendo veto formal de Unión Europea, de Bundesbank y mío personal a una operación que Departamento de Estado tiene empeño ser necesaria. Ellos quieren eliminar aún otro testigo peligroso.
– ¿Quién?
No se me ocurría a bote pronto de qué otra persona podía tratarse.
– Herr Papa.
– ¡No es posible! – exclamé, casi sin querer.
– Lo mismo dicho yo, y me insisten ya se ha hecho antes.

FIN

 

(*) Puede leerse la historia completa en este blog a partir del post del 4 de agosto, “Cabello de Ángela”. Los siguientes capítulos son, por este orden, “Hablando de Dios, aproximadamente”, “Una proposición deshonesta”, “Rumbo a Zenda” y “Técnica del contragolpe de Estado”.