No quise perderme
el espectáculo en directo de los últimos cien metros de la carrera de Usain
Bolt. Era un momento histórico (es decir, de la historia del deporte) y no me
defraudó, a pesar de que los cien metros prometidos se quedaron reducidos en la
realidad a unos cuarenta.
Ya saben ustedes el
motivo: un tirón en los isquiotibiales del muslo izquierdo. Bolt había quedado
detrás de Justin Gatlin en la prueba del hectómetro individual, y la carrera de
relevos podía ser, así la vendían los medios, una revancha en belleza. Nada de
eso. La megafonía puso ya, en los prolegómenos de la prueba, las cosas en su punto: Gatlin
correría la tercera posta, Bolt la cuarta en competencia con el joven Coleman,
un recién llegado. ¿Miedo de Gatlin a que su rival le ganara una última batalla
después de muerto? Llaménlo cautela, tentarse la ropa, como quieran. Gatlin se
había arrodillado delante de Bolt después de arrebatarle el oro en la carrera
individual. Magnífico gesto; pero ahora maniobraba de forma más tortuosa para no desvalorizar su oro duramente conquistado.
Como el avaro protege su tesoro con siete llaves.
Bolt no se comportó
igual. Su carrera deportiva incluye infinitos más oros que los de Gatlin, pero
igual la colocó sobre el albur de la pista. El tirón en el muslo había
aparecido en las series, por la mañana. Podía haberse excusado de correr una
final en la que perder era prácticamente su única opción; solo faltaba
comprobar por cuánto, cuántos quedaban delante de él.
Decidió que correr
era su deber. Deber con su prestigio y con sus infinitos admiradores. Se quedó
tirado en el tartán a media recta. Una imagen tan hermosa, tan simbólica, como
la del que alza los brazos después de la victoria; por lo menos, para quienes
no creemos en la religión de los triunfadores eternos.
Nunca ha sido Bolt
más Bolt que tendido en el tartán de Londres; nunca ha sido Gatlin menos Gatlin
que en esa tercera posta perfecta que a fin de cuentas tampoco le sirvió para
ganar, porque Coleman fue superado por un inglés.