Tengo en mente, incluso
en un primer borrador, una “exposición de motivos” de la propuesta azarosa que
lancé hace días (cuantitativamente, pocos; cualitativamente, una eternidad) en
torno a un posible pacto de oposición sobre temas de infraestructuras, a saber:
producción energética, producción de saberes (la educación) y empoderamiento de
la fuerza de trabajo en lo que toca a las relaciones laborales. José Luis López
Bulla respondió generosamente a mi provocación con algunas observaciones
acertadas, y vino a pedirme menos concisión y más precisión en mis argumentos (1).
Cosa que es muy razonable pedir, y que podría enredarnos a los dos una vez más –
y van tantas – en un debate nada académico sino jugoso y razonable por estar
anclado en experiencias vividas, y no en argumentos de autoridades, sean estas
Tomás de Aquino o la señora Chantal Mouffe.
Quédese para
mañana. Hoy atiendo de urgencia a algunos monstruos que derivan, como apuntó
don Francisco de Goya, del “sueño de la razón”. Ha habido serios esfuerzos,
desde editorialistas sesudos hasta trolls, para conectar el atentado de la Rambla con los
avatares del procès. No vale la pena
detenernos en ellos; son un mero descarrilamiento de neuronas. La maldad
particular de los secesionistas catalanes habría sido causa de que la providencia divina
permitiera el atentado yihadista. Algo sostenible solo mediante la refinada
manipulación de la lógica que sostuvo hace una docena de años que las muertes
de Atocha habían sido promovidas desde la sombra por un ZetaPe ansioso de
suceder a Josemari en el poder de atar y de desatar en el país. Todo se reduce
a una especie de teología de andar por casa, o de saga del tipo Juego de Tronos
visionada desde el inodoro.
Un tertuliano
habitual ha dado la nota original relacionando el atentado con la “turismofobia”,
y ha señalado que la furgoneta en la Rambla vendría a ser el sueño húmedo de
las CUP en su reciente campaña contra el turismo.
Hay formas más
elegantes de relacionar el culo con las témporas. Esta interpretación, como las
anteriores, se niega a visualizar cadenas causales y aísla el acontecimiento
como un caso único y peculiar, sin tener en cuenta que lo mismo que se ha hecho
aquí se hizo antes en Niza, y que antes se encontraron otros medios para
atentar en Nueva York, en Madrid, en Bruselas, en Estambul, en Londres y aun en
otros lugares sin relación con el procès ni
con la afluencia turística. No hay turismofobia en quienes atentan; sí hay
catalanofobia en quien lo comenta.
Desde la otra
orilla, es decir desde el procès hacia
afuera, se ha distinguido un (al parecer) historiador que ha incluido a Antonio
Machado en una lista de personalidades “anticatalanas” indignas de dar nombre a
una calle en Sabadell. No quiero ni pensar en lo que diría el citado profesor
de Dante Alighieri, que habló ¡en verso! de “l’avara povertà dei catalani”. Todo
deriva de la convicción de que “nosotros”, en tanto que pueblo, raza, género,
etc., somos la hostia, y que esa realidad es indiscutible por más que
individualmente lo que más nos distingue sea poseer ideas muy escasas, pero muy
fijas. En tiempos, en Euskadi, hubo quien declaró persona non grata al poeta Gabriel
Celaya porque no apoyaba con suficiente empeño las tesis abertzales, y quien cuestionó
a Agustín Ibarrola vandalizando el bosque de Oma, amorosamente pintado por el
artista para crear un espacio mágico único en el mundo.
El sueño de la razón
engendra estos monstruos.