martes, 8 de agosto de 2017

TÉCNICA DEL CONTRAGOLPE DE ESTADO


El otro prisionero de Zenda, capítulo 5 (*)
Como todo el mundo pudo saber gracias a Google Earth hasta que la información ha sido bruscamente borrada de la red en fecha reciente, una calzada-puente de unos 60 metros de largo era la única vía que permitía el acceso al castillo de Zenda, cuya fachada principal se abría a un lago rodeado de bosques. La calzada, bien asfaltada, unía la aldea de Zenda con el castillo, y como queda dicho, su último tramo cruzaba el lago y terminaba delante del severo portal dieciochesco de la fachada principal del edificio. El ultimísimo tramo del puente, de una longitud de unos 4,5 metros, era levadizo. Cuando el coronel Sapt lo observó con sus prismáticos desde la orilla boscosa en la que había disimulado a nuestro aguerrido pelotón de asalto, el puente estaba levantado, y el castillo, por consiguiente, incomunicado.
– Podemos hundir el rastrillo a cañonazos y acceder a la puerta por medio de pontones – observó Sapt entre dientes.
– No tenemos cañones, no hemos traído pontoneros, y un ataque frontal pondrá seguramente en peligro la vida del presidente – objetó Freddy. Sapt lo miró de arriba abajo.
– Enseñas a tu abuela a freír huevos, novato. Me he limitado a enunciar la teoría. Y la teoría dice que, en caso de imposibilidad de un asalto frontal, lo indicado es el desborde con un movimiento imaginativo de flanco.
La parte trasera del castillo, en tiempos unida a tierra firme, había sido aislada en algún momento del siglo XIX mediante la excavación de un foso de tres metros de ancho y seis de profundidad, rellenado con las aguas del mismo lago. La planta baja de esta parte del edificio albergaba las cocinas. Las mazmorras quedaban debajo. La cena para los moradores del castillo y el prisionero albergado en él con carácter excepcional debía haber sido servida temprano, porque todas las luces de aquella sección del edificio monumental estaban apagadas. Dos ventanas de tamaño mediano, sin embargo, habían permanecido abiertas; podían corresponder a unos aseos, o un guardarropa. Sapt las señaló.
– Ahí está la llave que nos permitirá rendir la fortaleza. Un hombre puede cruzar el foso a nado, entrar en el castillo por una de esas ventanas, maniobrar desde dentro para bajar el puente levadizo, y facilitar así nuestra irrupción.
– ¿Por qué un hombre, y no dos, o tres, o más? – pregunté yo, ávido siempre de clarificar las ideas.
– Un hombre solo puede disimular su presencia, en la oscuridad. Cuanto más numeroso sea el grupo, eso será cada vez más difícil.
– Usted, Rodríguez, puede hacerlo – intervino Freddy.
Yo era el menos indicado, el menos entrenado, el menos aguerrido. Aparte de que por aquellas ventanas abiertas podía haberse colado en Zenda la Sexta Flota al completo. Pero Sapt y Tarlenheim insistieron.
– A nosotros nos conocen. Usted puede pasar por uno más de la servidumbre.
Desde luego yo no iba ya vestido ni maquillado como Donald Trump. Había recuperado mi propia fisonomía. La posibilidad de rondar por ahí dentro inadvertido tenía algún viso de resultar razonable. Pero ¿no íbamos a armar una operación de asalto? ¿Qué fin podía tener pasar inadvertidos?
Discutir no sirvió de nada. Tengo poca madera de héroe pero sí mucha fibra de estoico, de manera que me puse entre los dientes la bolsa impermeable que me pasó Freddy, en cuyo interior iba un arma automática capaz de vomitar veinticuatro proyectiles por segundo; crucé el foso a nado en cuatro brazadas, y me acurruqué detrás de una roca que sobresalía en la base del castillo. Allí, esperé a que se me secaran las ropas. Más o menos una hora más tarde, cuando casi todas las luces de los pisos altos del castillo se habían apagado ya, una señal luminosa desde las sombras del bosque me indicó que era el momento de entrar. Me encaramé a la ventana del guardarropa y enseguida estuve dentro. Repasé para mí mismo las instrucciones de Sapt: a) yo tenía el factor sorpresa de mi lado; b) una vez dentro debía eludir la vigilancia y buscar el habitáculo desde el que se accionaban los mecanismos del puente levadizo y del rastrillo; c) ese lugar estaría probablemente situado en algún punto de la barbacana, encima del patio de armas, con buena visibilidad hacia el exterior y el interior. “Hay un noventa por ciento de posibilidades de que usted lo consiga, Rodríguez, quizá más, crea en mi larga experiencia.”
Avancé por pasillos desiertos en penumbra, y al salir al patio de armas me camuflé detrás de uno de los grandes pilares que sostenían las arcadas. Desenfundé allí el subfusil automático, y comprobé el cargador al resguardo del pilar detrás del cual me había disimulado.
No había cargador. Freddy me había pasado un arma sin munición. Paradójicamente, me sentí desde ese momento más tranquilo. Había alcanzado la certeza absoluta de que, tal como me temía desde hacía días, yo no era el héroe improbable de aquella aventura, sino el chivo expiatorio previa y debidamente señalado.
El patio de armas estaba vacío y silencioso. No había patrullas, ni centinelas, ni movimiento de ninguna clase. Subí por una larga escalera de piedra hasta la barbacana. Encontré sin dificultad el puesto de mando del mecanismo del puente. El soldado de guardia allí estaba enfrascado en la visión de unos vídeos porno en su tableta.
– Baja el puente levadizo ahora mismo – le amenacé con el arma descargada –. Cuidadito con dar la alarma ni hacer ningún movimiento extraño.
– Vale, vale, ya va, tranquilo – me contestó el hombre, cachazudo.
El puente levadizo descendió. El patio de armas se llenó al instante de gente, mientras por la calzada avanzaba a paso de desfile nuestro pelotón asaltante. Cuando los dos grupos convergieron en el centro del patio, los jefes se saludaron militarmente, se estrecharon las manos y el personal formó en dos pelotones colocados uno frente al otro. Irrumpió en ese momento una limusina de carrocería plateada, que se detuvo justo en medio de ambos pelotones. Vi bajar a Trump pausadamente la escalinata desde el piso noble, y entrar en la limusina, mientras los hombres de uno y otro lado le presentaban armas. De alguna parte surgieron las notas del himno de las barras y estrellas. Desde mi posición de observador, Trump me pareció en aquellos momentos críticos un hombre presa de una cólera mal reprimida.
Fred Tarlenheim subió sin prisas la escalera de piedra y entró en el habitáculo donde estábamos el guardián del puente y yo.
– No hace falta que me expliques nada – le advertí.
– Llegamos por fin a un acuerdo de último minuto con Hillary – se disculpó Freddy. Y siguió desparramando las disculpas que nadie le había pedido –: Escuche, Rodríguez, no nos guarde rencor por esto, no hay nada personal contra usted, se lo garantizo.
En ese momento preciso el otro hombre, que se había colocado a mi espalda, me golpeó junto a la oreja. Debió de ser un golpe de profesional de las artes marciales, dado con el canto de la mano, enormemente efectivo. Lo vi todo negro y supongo que caí al suelo desvanecido.
(*) El lector encontrará los primeros capítulos de la historia en el post del 4 de agosto, “Cabello de Ángela”, y los días siguientes: “Hablando de Dios, aproximadamente”, “Una proposición deshonesta” y “Rumbo a Zenda”.