Los capilares
nerviosos de las redes sociales trajeron la noticia a Poldemarx a la hora
plácida del café, antes incluso de las últimas horas urgentes de las
televisiones, cuando el hecho mismo aún era solo un rumor vago, sin precisiones
ni contornos definidos. “Ramblas. Atentado. Furgoneta. Muertos. ¿Estáis bien?”
Estamos bien, y no
lo estamos. La onda del interés solidario ha sido universal. Llegaban de
continuo mensajes al móvil de Carmen, con la misma pregunta, “¿Estáis bien?” A
Nicos, mi yerno griego y médico, lo llamaban sus pacientes desde Atenas: “¿Todo
bien, iatrós?”
¿Es un alivio que la
catástrofe no se haya cebado con ningún familiar, con ninguna persona
directamente conocida? Lo es, y no lo es. Sabemos ahora que en el mundo global
no hay terrenos acotados libres de amenaza, lugares en los que sea posible estar
con plena seguridad, con total confianza. Vivir supone siempre y para todos un
riesgo sobreañadido; la vida (para citar el título de una ácida comedia
francesa de hace bastantes años) no es un largo río tranquilo.
Transcribo unas
palabras de una novela que he empezado a leer ayer (Margaret Atwood, El cuento de la criada, Salamandra 2017,
traducción de Elsa Mateo Blanco, p. 94). Se refieren a cómo eran antes las
cosas, y cómo han dejado de serlo definitiva, inexorablemente: «Las noticias de los periódicos nos parecían
sueños o pesadillas soñadas por otros. Qué horrible, decíamos, y lo era, pero
sin ser verosímil. Sonaban excesivamente melodramáticas, tenían una dimensión
que no era la de nuestras vidas.
ȃramos
las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en
blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad.
»Vivíamos
entre las líneas de las noticias.»
Ahora nosotros, los
anónimos, estamos también incluidos, sin remedio, en las líneas de la noticias de
cada día. El atronador ruido informativo canalizado por los medios habla siempre,
también, de nosotros. Sin palabras, casi siempre; pero eso no supone ningún
consuelo.