Puede que no haya
elegido bien la lectura para este agosto. Moby
Dick tenía que desengancharme por unos días de los eventos consuetudinarios
que acontecen en la rúa, pero los tales eventos se adornan con acentos de
epopeya y de “a por ellos, oé” en las páginas de los periódicos digitales. El
Kim y el Trun’ rivalizan para ver cuál de los dos mea más largo: uno promete
arrasar Guam con sus misiles, y el otro amenaza en contrapartida con «un mar de
fuego inimaginable». En España, el portavoz del PSOE responde a García Page
que, igual que las cañas se tornan lanzas en ocasiones, las “alianzas
espurias” pueden convertirse en arpones afilados con los que alancear a la gran
ballena azul de doble joroba sobrevolada por dos gaviotas. Y en Cataluña,
Puigdemont insiste en que continuará su marcha insensata hasta el final, porque
el referéndum unilateral será plenamente legal aunque no sea legal, y el
derecho de autodeterminación de los pueblos se sitúa por encima de las
constituciones (e incluso por encima de los resultados de las votaciones, al
parecer).
En estas precisas
circunstancias evenemenciales, en mi libro el capitán Acab ha convocado a toda
la tripulación en la popa del Pequod,
ha hecho circular un ponche «más fuerte que la pezuña de Satanás», ha clavado
una onza de oro española en el palo mayor, y la ha ofrecido como recompensa a
quien primero vea resoplar en lontananza a una ballena blanca. «¿A qué son
remáis cuando vais a la caza?», pregunta. Y contestan todos a coro: «¡Ballena
muerta o lancha a pique!» El compromiso febril de la tripulación con sus
propios planes secretos complace a Acab, que concluye la escena con un
juramento tan provocador como impío: «¡Que Dios acabe con nosotros, si
nosotros no acabamos con Moby Dick!»
La agresividad se ha
situado de pronto tan a flor de piel que rezuma en toda la línea, desde la ficción
a la realidad. Tal vez el diagnóstico médico señalaría como causa última un exceso
de testosterona diluido en el medio ambiente, ¿será un efecto secundario del
cambio climático, o qué nos está pasando en este mes de agosto, mientras nos
ponemos en remojo a la orilla de un mar milenario que las ha visto ya de todos
los colores?
Redoblan en todos los
rincones los tambores de guerra, y yo me digo por lo bajo, como el primer
oficial Starbuck: «Dios me tenga en su mano… ¡y a todos nosotros!» Incluso a pesar de que me consta que Dios no va a mover un dedo en la coyuntura, y que va a dejar, como acostumbra, que nos apañemos solos.