lunes, 1 de abril de 2019

BREXIT SALVAJE



En el pub “The Market Porter”, Londres, Borough Market, junto al London Bridge. Con el retrato del patrón al fondo, y duplicando su postura ejemplar, dos parroquianos se descaran: «El Brexit ese no tiene lo que hay que tener para venir aquí a decírnoslo mirándonos a los ojos.» (Foto: Carmen Martorell)

La Bolsa española bajó de golpe ciento cincuenta puntos, por miedo al Brexit salvaje. Toda la culpa es del proceder errático de los británicos, que quieren irse pero sin irse de una Unión Europea a la que anhelan poner los cuernos pero pagando ella el gasto. La señora May se sacó de la manga un recurso que tenía pinta de infalible: prometió dimitir si el Parlamento votaba a favor del Brexit “civilizado” (sea ello lo que fuere) que postulaba. Los Comunes, sin embargo, se inclinaron mayoritariamente por votar en contra. En primer lugar por inercia, dado que ya lo habían hecho en dos ocasiones anteriores; y en segundo lugar, porque qué harían sin Theresa, no hay muchos líderes políticos que se dejen votar en contra con tanta reiteración y sin que pase nada.

Supongo que el que “no pase nada” es el desiderátum final, bien disimulado debajo de la alfombra persa, en todo el intríngulis del Brexit. Ahora que se han dado ya el gustazo de ciscarse en Europa y el gesto ha quedado inscrito en bronces para la historia, intuyen que lo mejor es dejar todo igual que estaba, siguiendo lo establecido en el reconocido Código Lampedusa.

Sin verse obligados a rectificar, por supuesto. Una política puede rectificarse si conviene; un gesto, nunca.

Algo por el estilo está sucediendo en Cataluña. Ocurre, sin embargo, que aquí se ha confundido un gesto (irrectificable) con una intención política (susceptible de reconsideración), y todo el asunto ha generado una terrible redundancia.

O sea, se está procesando al procés. Algo así como la pescadilla que se muerde la cola, si te pones a pensarlo.

Y el proceso al proceso sigue enmarañándose a sí mismo, día a día. Como el Brexit, salvando las distancias. No hay desenladrillador que desenladrille aquello que se enladrilló en su momento con tanto derroche de entusiasmo colectivo y tantas energías frescas. 

A pesar de que todos los interesados (menos Quim Torra, ese autista que va exclusivamente a su bola) han dicho y repetido mil veces que ellos iban de farol, que aquello ni fue nunca una declaración seria ni debió ser tomada jamás por tal; era solo el primer boceto de un borrador de un futuro ensayo general para una serie televisiva de ficción al estilo de Juego de Tronos.

Algunos obsoletos de la meseta quieren reimplantar el artículo 155 en Cataluña sin darse cuenta de que con esa iniciativa resolverían el problema principal de una plataforma soberanista radical que se ha agrietado y está encabronada consigo misma, irascible de un lado y dubitativa de otro. El único cemento capaz de unir aún a las distintas fracciones irreconciliables sería hoy por hoy la siguiente certeza luminosa: «Contra el 155 vivíamos mejor.»