En el pub “The Market Porter”, Londres, Borough Market,
junto al London Bridge. Con el retrato del patrón al fondo, y duplicando su
postura ejemplar, dos parroquianos se descaran: «El Brexit ese no tiene lo que
hay que tener para venir aquí a decírnoslo mirándonos a los ojos.» (Foto: Carmen Martorell)
La Bolsa española bajó
de golpe ciento cincuenta puntos, por miedo al Brexit salvaje. Toda la culpa es
del proceder errático de los británicos, que quieren irse pero sin irse de una
Unión Europea a la que anhelan poner los cuernos pero pagando ella el gasto. La
señora May se sacó de la manga un recurso que tenía pinta de infalible: prometió
dimitir si el Parlamento votaba a favor del Brexit “civilizado” (sea ello lo
que fuere) que postulaba. Los Comunes, sin embargo, se inclinaron mayoritariamente por votar en contra. En primer lugar por inercia, dado que ya lo habían hecho en dos
ocasiones anteriores; y en segundo lugar, porque qué harían sin Theresa, no hay
muchos líderes políticos que se dejen votar en contra con tanta reiteración y
sin que pase nada.
Supongo que el que “no
pase nada” es el desiderátum final, bien disimulado debajo de la alfombra persa,
en todo el intríngulis del Brexit. Ahora que se han dado ya el gustazo de
ciscarse en Europa y el gesto ha quedado inscrito en bronces para la historia, intuyen
que lo mejor es dejar todo igual que estaba, siguiendo lo establecido en el reconocido
Código Lampedusa.
Sin verse obligados
a rectificar, por supuesto. Una política puede rectificarse si conviene; un
gesto, nunca.
Algo por el estilo
está sucediendo en Cataluña. Ocurre, sin embargo, que aquí se ha confundido un
gesto (irrectificable) con una intención política (susceptible de reconsideración), y todo el asunto ha generado una terrible
redundancia.
O sea, se está
procesando al procés. Algo así como
la pescadilla que se muerde la cola, si te pones a pensarlo.
Y el proceso al
proceso sigue enmarañándose a sí mismo, día a día. Como el Brexit, salvando las
distancias. No hay desenladrillador que desenladrille aquello que se enladrilló
en su momento con tanto derroche de entusiasmo colectivo y tantas energías
frescas.
A pesar de que todos los interesados (menos Quim Torra, ese autista que
va exclusivamente a su bola) han dicho y repetido mil veces que ellos iban de
farol, que aquello ni fue nunca una declaración seria ni debió ser tomada jamás
por tal; era solo el primer boceto de un borrador de un futuro ensayo general
para una serie televisiva de ficción al estilo de Juego de Tronos.
Algunos obsoletos de
la meseta quieren reimplantar el artículo 155 en Cataluña sin darse cuenta de
que con esa iniciativa resolverían el problema principal de una plataforma soberanista
radical que se ha agrietado y está encabronada consigo misma, irascible de un
lado y dubitativa de otro. El único cemento capaz de unir aún a las distintas
fracciones irreconciliables sería hoy por hoy la siguiente certeza luminosa: «Contra
el 155 vivíamos mejor.»