Un tramo de la carretera del Atlántico, en Noruega.
(Fuente, Facebook)
Un lugar común desde tiempos antiguos afirma
que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Es
cierto, dos y tres, y siete, y setenta veces siete, según una fórmula
evangélica.
Una constatación: tropezar tantas veces en la
misma piedra no puede deberse a torpeza irremediable: no estamos hablando de un
error muy repetido, sino de una prerrogativa.
Richard Hyman, profesor de Relaciones
Industriales en la London School of Economics, señala en su obra de culto “Strikes” (“Huelgas”) que en los
primeros años ochenta, después del gigantesco pulso entre el gobierno de la
Dama de Hierro, Margaret Thatcher, y los sindicatos británicos (las trade unions), tres de cada cinco
personas sindicalizadas votaron en las elecciones generales a favor de los tories de Thatcher o del Partido
Socialdemócrata, que defendía medidas antisindicales muy parecidas a las de los
conservadores.
Eran personas (varones blancos profesionalmente
cualificados, en su gran mayoría) que habían luchado de forma encarnizada por
el salario, la fijeza en el empleo y las condiciones laborales, en los primeros
años setenta; diez años después, con su voto pretendían defender lo
conquistado.
Hyman comenta con cierto detenimiento esta
cuestión. Los obreros siguen en general el sesgo ideológico marcado por los
economistas liberales: creen en unas expectativas de país que están por encima
de las suyas propias como personas, aborrecen las huelgas excepto las que hacen
ellos mismos. No todos piensan así, por supuesto; tampoco siempre, sino en particular
en los momentos en los que la élite de los negocios juzga necesario pisar el acelerador.
Me detengo en el acelerador; dejo de comentar a
Hyman, y hablo (desbarro quizá) por mí mismo. Diría que los humanos “modernos” hemos
internalizado el esquema de conducción de un automóvil en nuestra conducta
habitual. Dueños de un destino “nuestro” estrictamente individual, giramos el volante
a derecha e izquierda siguiendo los meandros del trayecto. Disponemos de dos
pedales para imprimir velocidad o pausa a nuestro viaje: el acelerador está
situado a la derecha, el freno a la izquierda. No tenemos una preferencia
especial por uno u otro; los presionamos alternativamente según las
características del camino que seguimos. Siempre lo que nos mueve es una opción
individual. Y nos fiamos de nuestra destreza para la conducción. Sabemos que
muchos se han estrellado en la misma ruta, pero nos vemos capaces de surfear
las olas más peligrosas.
Lo que nos da la acción política y su
plasmación oficial en forma de leyes, lo consideramos como algo simplemente debido
cuando es bueno; como algo atroz cuando va en contra de nuestra conveniencia; y
siempre, como algo insuficiente para el vuelo alto de nuestros anhelos.
Es de esta forma como chocamos una y otra vez
contra la misma piedra, despotricando siempre contra las autoridades que no la
han apartado de nuestro camino; como aceleramos desproporcionadamente aunque
veamos el semáforo en rojo en el cruce siguiente; como frenamos en el último
instante y mediante un pisotón furioso a ese freno que es casi un obstáculo
para nuestras ansias de correr.
Vivir de una manera más pacífica y más armónica
es posible. Evitar las piedras colocadas en el camino, en lugar de tropezar
setenta veces siete con ellas.
Pero es preciso un cambio molecular:
transformarnos nosotros para transformar el mundo. No sé si estamos en
condiciones de lograr semejante hazaña.