domingo, 23 de enero de 2022

AUTOMATISMOS ADQUIRIDOS

 


Un tramo de la carretera del Atlántico, en Noruega. (Fuente, Facebook)

 

Un lugar común desde tiempos antiguos afirma que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Es cierto, dos y tres, y siete, y setenta veces siete, según una fórmula evangélica.

Una constatación: tropezar tantas veces en la misma piedra no puede deberse a torpeza irremediable: no estamos hablando de un error muy repetido, sino de una prerrogativa.

Richard Hyman, profesor de Relaciones Industriales en la London School of Economics, señala en su obra de culto “Strikes” (“Huelgas”) que en los primeros años ochenta, después del gigantesco pulso entre el gobierno de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, y los sindicatos británicos (las trade unions), tres de cada cinco personas sindicalizadas votaron en las elecciones generales a favor de los tories de Thatcher o del Partido Socialdemócrata, que defendía medidas antisindicales muy parecidas a las de los conservadores.

Eran personas (varones blancos profesionalmente cualificados, en su gran mayoría) que habían luchado de forma encarnizada por el salario, la fijeza en el empleo y las condiciones laborales, en los primeros años setenta; diez años después, con su voto pretendían defender lo conquistado.

Hyman comenta con cierto detenimiento esta cuestión. Los obreros siguen en general el sesgo ideológico marcado por los economistas liberales: creen en unas expectativas de país que están por encima de las suyas propias como personas, aborrecen las huelgas excepto las que hacen ellos mismos. No todos piensan así, por supuesto; tampoco siempre, sino en particular en los momentos en los que la élite de los negocios juzga necesario pisar el acelerador.

Me detengo en el acelerador; dejo de comentar a Hyman, y hablo (desbarro quizá) por mí mismo. Diría que los humanos “modernos” hemos internalizado el esquema de conducción de un automóvil en nuestra conducta habitual. Dueños de un destino “nuestro” estrictamente individual, giramos el volante a derecha e izquierda siguiendo los meandros del trayecto. Disponemos de dos pedales para imprimir velocidad o pausa a nuestro viaje: el acelerador está situado a la derecha, el freno a la izquierda. No tenemos una preferencia especial por uno u otro; los presionamos alternativamente según las características del camino que seguimos. Siempre lo que nos mueve es una opción individual. Y nos fiamos de nuestra destreza para la conducción. Sabemos que muchos se han estrellado en la misma ruta, pero nos vemos capaces de surfear las olas más peligrosas.

Lo que nos da la acción política y su plasmación oficial en forma de leyes, lo consideramos como algo simplemente debido cuando es bueno; como algo atroz cuando va en contra de nuestra conveniencia; y siempre, como algo insuficiente para el vuelo alto de nuestros anhelos.

Es de esta forma como chocamos una y otra vez contra la misma piedra, despotricando siempre contra las autoridades que no la han apartado de nuestro camino; como aceleramos desproporcionadamente aunque veamos el semáforo en rojo en el cruce siguiente; como frenamos en el último instante y mediante un pisotón furioso a ese freno que es casi un obstáculo para nuestras ansias de correr.

Vivir de una manera más pacífica y más armónica es posible. Evitar las piedras colocadas en el camino, en lugar de tropezar setenta veces siete con ellas.

Pero es preciso un cambio molecular: transformarnos nosotros para transformar el mundo. No sé si estamos en condiciones de lograr semejante hazaña.