De vuelta en Barcelona. No me preguntéis
detalles, ha sido un rito de paso y todo ha pasado como en sueños. Los
aeropuertos son lugares emborronados, con butacas alineadas donde uno se sienta
a consumir las esperas. El vuelo ha sido estrictamente puntual. Las azafatas han
gesticulado y hecho indicaciones imposibles de atender, ponerse el chaleco
salvavidas, ajustarse la mascarilla de oxígeno (bastante teníamos con la otra)
y saltar al mundo exterior por el hueco de la puerta de emergencia, sin morir
en el intento, tiene que ser muy difícil, por fortuna el aparato se ha mantenido
airosamente en el aire y no ha habido que recurrir a la heroica. En Barcelona
todo está igual y todo es nuevo. Hemos reencontrado el sol, después de pasar
por la penitencia de cuatro días de lluvia insistente en Egáleo.
Melina se acercó para despedirnos de Atenas. Bajó
solemne del Partenón con un ramo de flores, el otro brazo extendido y una
sonrisa radiante. «Siempre sois bienvenidos aquí», nos dijo efusiva, y yo le
robé una foto. Por la perspectiva parece de mayor tamaño que Carmen, pero es
una ilusión, son las dos igual de grandes. También me acusaréis de fotoshop y
no es verdad: esto es una instantánea sin truco, captada en un andén de metro,
estación Acrópolis.
«Hasta la próxima», dijimos a dúo a Melina. «Siempre
estáis en nuestro corazón, el Partenón y tú.»