Patricia Highsmith con algunos de sus títulos más
reconocibles.
Ayer, 19 de enero, Patricia Highsmith habría
cumplido 101 años Debo a mi admirada Irene Vallejo la siguiente cita de Patricia
(la traducción es de Jordi Beltrán):
«Lo
bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede
escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el
marco es esencialmente un relato animado. “Crimen y castigo” es un espléndido
ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski
se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez.
Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los
acortase.»
Es así seguramente, pero no solo ocurre con el
género del suspense, uno puede escribir “pensamientos profundos y páginas sin
ninguna acción física” también en una colección de sonetos. Se ha hecho.
Me interesa, de otro lado, la actitud de los
editores, en los tiempos de Dostoievski y en los de ahora. Ahora le exigirían, en
efecto, acortar sus obras; o bien, por la brava, se las recortarían sin
siquiera pedirle permiso, de una forma bastante drástica y malhumorada. En la
época en la que él escribió sus obras maestras ocurría al revés, porque las
novelas se iban publicando en los folletines semanales de los periódicos de más
tirada. A los editores les interesaban las novelas-río, cuanto más largas mejor.
Nadie intentaría ahora algo semejante, pero es
que estamos en una era tecnológica distinta, y lo que prima es la inmediatez.
El lector paga por tenerlo todo a su disposición ahora mismo; la obra literaria
renquea por ese lado, los pensamientos profundos repelen al lector y las
páginas sin acción física son eliminadas sin contemplaciones por editores
agobiados por el costo del papel.
Imaginen a Dostoievski en un tuit: ese sería el
desiderátum de muchos, y eso es lo que se estila en las redes sociales: una
foto, un nombre conocido y una frase cualquiera que hable del cielo, del
corazón, las lágrimas y los sentimientos. “¡Cuánta verdad!”, se dice el lector,
y añade un “like” y un comentario: «Dostoievski, uno de los imprescindibles.»
Luego, a otra cosa.
Lo cierto es que Dostoievski utilizó el
suspense en sus novelas por capítulos de aparición semanal. No lo inventó él,
sino gente de bastante menos talla literaria, como Eugenio Sue (“Los misterios
de París”) o Ponson du Terrail (“Rocambole”). Luego Balzac, Victor Hugo,
Dostoievski, dignificaron literariamente el recurso, cuyo nada fácil objetivo
era mantener “enganchado” al lector para que siguiera comprando mes tras mes y año
tras año los suplementos dominicales de los periódicos. Un capítulo acababa en
punta con dos enemigos a punto de dispararse con sus pistolas alzadas en el
campo del honor, y el siguiente, esperado con ansiedad por toda la clientela,
comenzaba imperturbable: «Dejamos en el capítulo anterior a Pierre y Jean
apuntándose el uno al otro con sus pistolas de duelo. Veamos ahora qué hacía
mientras tanto la bella Molly, causante involuntaria de aquella ofensa mortal…»
El capítulo terminará posiblemente con Molly en deshabillé, asaltada en su
boudoir por un energúmeno que pretende violarla. Y así sucesivamente.
Todo es posible en el mágico espacio en blanco
de la página de papel, con tal de que el lector se lo crea. El infinito cabe en
un junco, como ha señalado Irene Vallejo, mentada al principio de este
ejercicio de redacción. También depende la obra del para quién se escribe: los
antiguos afinaban más en contenidos y formas, porque escribían para un mecenas de
mucho juicio crítico, que les mantenía a pan y cuchillo, y para un círculo reducido de ociosos ilustrados. En los
siglos oscuros no había público lector, y si se recopiaban manuscritos era
debido a la regla de San Benito que exigía a los monjes no estar inactivos a
ninguna hora del día para no padecer los embates del demonio meridiano (ese
mismo, dispensen la digresión, que ataca ahora a Iñaki Urdangarín, después de
tanto ocio en una cárcel de diseño). La imprenta vino a democratizar la
cultura, las clases medias e incluso las bajas se aficionaron a la lectura, y
de ahí paso a paso hemos llegado a la confusión actual, en la que todo vale con
tal que tenga un número crítico de compradores, no necesariamente lectores, que justifique la edición.
James Joyce puede representar la confusión a la
que acabo de aludir. Su pretensión fue tal vez escribir para sí solo, conforme
a unos códigos propios, sin pensamientos profundos ni acciones físicas, con
estructuras narrativas cambiantes, sin sintaxis, con diálogo interior.
Y sin embargo ahí lo tienen, a los cien años de
la edición del “Ulysses”, colocado en lo más alto del canon literario, leído y analizado
frase a frase en las universidades, admirado hasta el fanatismo por legiones de
letraheridos.
En el infinito contenido en el junco también
cabe Joyce. “Respect”, como pide la
FIFA en los grandes partidos de los campeonatos grandes.