A Carles
Leer “Los
vencejos” de Fernando Aramburu no es un ejercicio particularmente
agradable, pero sí provechoso. Lo dije hace un par de días, en un post que
titulé “La atracción del abismo”, y lo reitero ahora que he concluido la
lectura.
Aramburu me enganchó en “Patria”, un documento impresionante acerca de cómo determinada
perversión de las ideas dominantes en una comunidad tiene efectos capilares
sobre todos sus componentes, lo quieran ellos o no. Alguien escribirá algún día
una “Pàtria” en catalán sobre lo
ocurrido en Catalunya en los últimos años, y quizás de ese modo nos daremos
cuenta de cómo se esencializó, y se prostituyó al mismo tiempo, un sentimiento
común a muchos de nosotros, hasta convertirlo en arma de destrucción masiva.
Aramburu traslada ahora la acción de la novela a
Madrid, y a un hombre, Toni, consciente de vivir en un mundo degradado, con
unas relaciones humanas insatisfactorias, sin el menor atisbo de esperanza de
redención. No es casual que la acción ocurra en Madrid, pienso, porque en Madrid
el vacío es más visible y más concreto que en las áreas que disponen para su
uso particular de patrias más chicas y abarcables. “España” en tanto que patria
solo funciona como abstracción razonada; no genera sentimientos fuertes, a
pesar del paripé que al respecto vienen haciendo nuestras derechas políticas,
eclesiásticas y judiciales.
Estamos en Madrid, entonces, y en el alma de un
varón insatisfecho consigo mismo, y con el país y el paisanaje en general. «Nací
y he vivido en un mundo chabacano», escribe en cierto momento. El autor ha
dibujado en el preámbulo del libro la constelación de Toni. Del círculo que
lleva su nombre salen doce vectores, siete correspondientes a sus relaciones
directas: sus padres, su hermano, su ex mujer, sus suegros y su hijo, y cinco
radios más, tres de ellos conflictivos de algún modo (su amigo Patachula, su ex
relación Águeda, que le disgusta por fea y por meticona, y las notas anónimas
que recibe en el buzón), y otros dos que resumen toda la felicidad que se
siente capaz de aceptar: Pepa, la perra que compró para su hijo y, ya en su
tercera edad, le hace una compañía silenciosa, amable y llena de tacto; y Tina,
la bellísima muñeca hinchable grandeur
nature.
Pepa y Tina son las amarras más poderosas que
lo sujetan a un mundo que él desearía sobrevolar como uno de esos vencejos que «…
pasan la mayor parte de su vida en el aire. Justamente lo que yo hubiera
deseado: no tocar el suelo, no rozarme con nadie.» Puesto a pensar en abandonar
un mundo tan decepcionante, “por dignidad”, le preocupa sobre todo quién
cuidará a Pepa, a quién dejará en herencia a Tina. Por lo demás, va desprendiéndose
de pequeños electrodomésticos y de los libros de su biblioteca personal: los
deja en los bancos del parque, en lo alto de los toboganes de los juegos
infantiles, en los buzones suficientemente grandes de portales anónimos.
El itinerario íntimo que Toni recorre a lo
largo del libro es instructivo. Está escrito en primera persona, y por algunos
indicios sabemos que no debemos hacerle caso más que de forma relativa: «Estas
páginas que redacto para mi diario están destinadas a contener mi verdad
personal, aunque sea una verdad triste, dolorosa, repulsiva.» A contrapelo, sin
embargo, van surgiendo notas positivas de cooperación, de amistad, de
solidaridad, desdeñadas y criticadas en el “diario” pero que van marcando un
itinerario de reconciliación progresiva consigo mismo.
Léanlo, si se atreven. A mí me ha ayudado ─por poner un ejemplo, que no agota el tema─ a entender el último sondeo de situación
política de El País, un sapo difícil
de tragar de cualquier manera. Flota en el ambiente político una negativa beligerante
a admitir la posibilidad de un giro favorable hacia el entendimiento en las
cosas de la política, y mucha gente objetivamente de izquierda aparece “desmotivada”
(JLLB dixit) y se diría que prefiere
la sinrazón y el solipsismo del “ya me las apañaré yo solo”.
La situación me recuerda una anécdota, signo de
los tiempos, que contaba Javier Aristu, de cuando daba clases de lengua en
Bruselas. «Fulanita ─dijo a una alumna que estaba escribiendo al dictado en la
pizarra─, ‘ahí” lleva hache entre la ‘a’ y la ‘i’». Y la alumna adolescente le contestó: «Sí, porque
tú lo digas.»