Helena de Troya, detalle de un mosaico de la villa romana
de Noheda (Cuenca).
Sorprendente, el punto de vista de Yannis
Ritsos en “Helena”, Acantilado 2022,
traducción de Selma Ancira, recién salida del horno.
Ha pasado el tiempo de los héroes, la bella
Helena ha envejecido mal, y su esposo Menelao «… fumaba sin parar. De noche deambulaba por la sala grande, con sus
deshilachadas pantuflas marrones y su largo camisón. Cada mediodía, a la mesa,
volvía a la infidelidad de Clitemnestra o al justo proceder de Orestes como si
amenazara a alguien. ¿A quién le importaba?»
Posible que el momento justo, el más revelador,
de la literatura sea este, el de la segunda parte de un Don Quijote que intuye
de antemano su derrota final y declara: «Nadie
podrá quitarme la gloria del intento». O la larga espera inútil de “El coronel no tiene quien le escriba”, en
busca de una pensión que recompense sus fatigas por la patria olvidadiza. De una u otra forma, la escritura llega
con el final de la aventura juvenil y el inicio de una nueva lucidez; así lo glosó
Jaime Gil de Biedma en uno de sus “poemas póstumos”: « … envejecer, morir, / es el único argumento de la obra. »
Se esté o no de acuerdo con ese postulado de
principio, me resulta sugerente la visión alternativa de la “Odisea” que nos da la Helena anciana de
Ritsos: «Soñaba entonces con Odiseo, que
no había envejecido, con su astuta gorra triangular, él, el ingenioso, que
retardaba su regreso con excusas de imaginarios peligros, al tiempo que se
entregaba (supuestamente náufrago) ya en manos de una Circe, ya en las de una
Nausicaa … Supongo que él también habrá llegado a Ítaca; lo habrá arropado,
pienso, con su tejido, la gorda y fea Penélope…»