“La causa del Trabajo es la esperanza del mundo”. Grabado
inglés del siglo XIX.
Fuerzas parlamentarias que se pregonan todas
ellas de izquierdas han anunciado su voto negativo a la Ley de la Reforma
Laboral, a menos que se desconsensúe lo que se ha consensuado entre el Gobierno
y los sujetos sociales. Los sujetos sociales no están legitimados para
consensuar nada, según esas fuerzas que se pregonan todas ellas de izquierdas,
y el consenso habrá de buscarse en el propio Parlamento, lugar donde, como es
sabido, lo que predomina es la rebatiña, y donde no se ha conseguido consensuar
ni siquiera materias constitucionales trascendentes como la renovación del
Poder Judicial.
Es el primer absurdo con el que nos encontramos
en la situación actual. Luego me referiré a él más despacio. El segundo es que,
en un apretado repaso a los motivos del “no” de esas fuerzas políticas, viene a
resultar que con lo que no están de acuerdo, en cuestión de contenidos, no es
con lo que hay en la Ley in pectore, sino
con lo que no hay.
Nos enumeran de forma prolija (1) todo lo que
le falta a la reforma propuesta para resanar las relaciones laborales. Es
mucho, convengamos en ello. Pero nadie sostiene que el paquete que ahora se
presenta a la aprobación del poder legislativo sea “toda” la reforma de lo que
sí se legisló de un plumazo y sin consenso en 2012. Nadie ha hablado de una
sustitución mecánica del viejo texto por el nuevo. Cuando caminamos en una
dirección determinada, solemos dar un paso detrás de otro. A nadie hasta ahora
se le ha ocurrido que el método sea malo, y que deba ser suplido por un brinco
tal que dejaría chiquito el récord olímpico de salto de longitud.
Un paso detrás de otro no parece ninguna
traición a los principios inconmovibles del movimiento obrero. La reforma que
se propone no es ningún paso atrás, sino un paso adelante que habrá de ser
completado por otros. Entonces, parece lógico considerar la posibilidad de
limitar el voto del “no” a todo lo que la ley “no” contiene, y dar el “sí” a
sus contenidos reales, severa, objetiva y laicamente considerados. Sería, por
lo demás, un favor que nos haríamos todos a nosotros mismos. Si no damos este
paso, el siguiente será más difícil.
Vuelvo al primer absurdo, el que deslegitima el
consenso de las partes sociales. Quienes consideran que no se debe pactar con
la patronal, lo digo muy claro, no han firmado jamás un contrato de trabajo.
Quienes hemos pasado por ese trance sabemos de buenísima tinta que el patrón no
consensúa jamás aquello que puede imponer. Está en su ADN. Para obligar a un
patrón a consensuar un tema determinado, es demasiado frecuente que se haga
necesario interrumpir el trabajo. Se interrumpe el trabajo no para romper la
relación laboral, sino para elevarla a un nivel superior, en el que cuenten
para el resultado final las expectativas y las exigencias de quienes ocupan por
contrato una posición subalterna, sí, pero no sumisa. Lo dijo Francesc Layret: «Quienes hacen huelga no es que no quieran
trabajar, sino que quieran hacerlo en mejores condiciones.»
Cualquier consenso real (no digo cualquier
paripé) con la patronal es en sí mismo una victoria para la parte teóricamente
débil en la relación laboral. Los partidos que se pregonan de izquierdas
deberían saberlo de antes, y si no lo sabían, conviene que tomen buena nota.
Esta no va a ser una votación rutinaria en el Parlamento: quienes voten con el
bloque de la derecha ultra y la ultraderecha, quedarán señalados para siempre.
(1) Es ilustrativa al respecto una entrada muy reciente del blog Según Antonio Baylos: “No hay razones suficientemente válidas para
no convalidar la reforma laboral”. Ver https://baylos.blogspot.com/2022/01/no-hay-razones-suficientemente-validas.html