El McGuffin más célebre de la historia del cine fue un sencillo
vaso de leche, que Cary Grant subió por unas escaleras a su amante esposa Joan
Fontaine en ‘Sospecha’ (1941). La pregunta del millón para el espectador es si
se trataba de leche comunista de macrogranja, por consiguiente envenenada, o
genuina leche neocapitalista radiante y benéfica.
Pablo el Agonías pretende basar la campaña
electoral en Castilla y León en la alternativa siguiente: o jamón, o comunismo.
No son incompatibles, sin embargo, los dos
cuernos del dilema. Podría haber (lo sospechamos, nunca hemos podido
comprobarlo in situ) jamón y comunismo
al mismo tiempo, e intuimos que eso podría ser un derroche, un auténtico lujazo,
demasié para el cuerpo.
Por el contrario, sí tenemos la experiencia
suficiente para sostener, con pruebas materiales fehacientes, que el
capitalismo neoliberal no da para jamón, y sí solo, en el mejor de los casos,
para chopped de granja de cerdos intensiva.
De modo que la mejor recomendación posible para
la ciudadanía en este avatar es no hacer el menor caso de Pablito el Trampas,
que ha arrancado la precampaña haciéndose una foto abrazado a vacas extensivas.
Las vacas no dan jamón, pero un prado es más fotogénico que una pocilga. El
jamón del que habla el Fra es un McGuffin, ese recurso que se sacaba Hitchcock
de la manga para despistar al espectador en los momentos de suspense casi
insoportable.
En términos del arte de la guerra, la
macrogranja es lo que se llama una diversión, es decir una maniobra lateral
para desordenar las filas enemigas cuando están a punto de conquistar un
objetivo duradero. Los sarracenos lo hacían muy bien en Tierra Santa, frente a
los cruzados. Los cruzados disponían de superioridad en el manejo de la
caballería pesada. Era como hacer avanzar tanques por Tiananmen. Los hombres
cubiertos de hierro, a caballo de corceles poderosos y también acorazados, formaban
en filas muy juntas y se lanzaban al galope tendido en campo abierto. Imparables.
La tierra temblaba con el golpeteo de los cascos, y las lanzas enristradas apuntaban
al frente. Entonces surgía de entre las dunas de un costado un grupo de
guerreros árabes ensabanados y montados en caballos ligeros y gráciles, y
lanzaban algunas flechas contra la vanguardia. Digo flechas; llámenlas McGuffins,
o macrogranjas si les apetece, o libertad, o cervecitas en terraza.
La línea de ataque se dividía de inmediato.
Todo el flanco izquierdo (hablo de geometría, no de ideología) hacía una
variación impecable y se lanzaba en persecución de los arqueros. Estos corrían
más, y los caballeros cristianos no conseguían alcanzarlos a pesar de que espoleaban
a sus monturas hasta dejarlas agotadas.
Mientras, el centro seguía a lo suyo y el
flanco derecho lo mismo pero sin enterarse de nada. Al llegar el choque,
faltaba la cobertura de un flanco, y quienes debían desempeñarla estaban a
varios kilómetros de distancia, sudorosos y con los caballos sedientos y
agotados. Así no se conquistó Tierra Santa en diez cruzadas; ni en cincuenta
que hubieran hecho.
Ahora que llega la reforma de las reformas
laborales al parlamento, los McGuffin nos informan de que el consenso social no
vale para nada, y lo que sí se necesita es llegar a pactos parlamentarios que ellos
de ninguna forma están dispuestos a suscribir. Pues qué bien.
También nos aseguran que, si renunciamos al
comunismo, no nos faltará nunca el jamón de macrogranja. Un poco de sensatez,
por favor. Aquí el comunismo no lo hemos jamado jamás, y el jamón (pata negra)
solo lo hemos podido catar de higos a brevas, para expresarlo con una
comparación bien rural, propia de la España vacía que nos ha dejado el
neocapitalismo de los McGuffin.