“Preparativos de boda”, pintura griega antigua sobre
cerámica.
Esta entrada es un prolongamiento o conclusión de
otra aparecida en mi blog el 1 de octubre, “Belleza y plenitud” (1). Salía
entonces de ver la exposición Kál.los, en
el Museo Cicládico de Atenas. Dediqué, a finales del año pasado y principios de
este, tres entradas más a la belleza femenina antigua (la actual es
seguramente del todo otra cosa), que el/la lector/ra puede encontrar sin
problema en su lugar (2). Hoy retorno al principio, a la belleza asociada a
la plenitud, para contar la sorpresa que me ha producido la triple etimología
que un profesor adjudica a la voz “oreos” (‘oraios),
que en griego se emplea desde la antigüedad para designar lo que es bello y
lo que está en sazón. La plenitud del ser se expresa, así pues, con el término ‘ora, que indica la madurez alcanzada
por los seres vivos en un momento de desarrollo; y está
relacionada con otros dos términos: Hera,
la diosa de las cosechas, la que ordena los trabajos agrícolas; y además, héroe, el varón que alcanza la sazón y la
plenitud en el momento de arder en la pira funeraria, como el Ave Fénix. El
profesor aduce entre otros argumentos un verso de la Ilíada en el que Aquiles encolerizado avanza por el campo
sembrando a su paso la muerte y la destrucción, y es calificado por el rapsoda
como el más anoraios, el más falto de
sazón o de belleza, de todos los presentes en la escena. El único héroe bueno para los
griegos era el héroe muerto, como decía Búfalo Bill de los indios.
La suerte de la mujer griega era parecida y muy distinta
a la vez a la del varón. Su heroísmo llegaba con la consumación, con el paso de
doncella a mujer, lo cual daba lugar a un rito de paso muy especial.
Los matrimonios los concertaban las familias,
de modo que cuando el joven pretendiente acudía acompañado por un cortejo de
familiares a la casa de su prometida, que no solía tener más allá de catorce a
dieciséis años transcurridos casi enteramente en el gineceo, era muy probable
que los dos no se hubieran visto jamás antes.
En cuanto a ella, había sido preparada
concienzudamente para la ocasión. Era bañada en primer lugar en agua de la
fuente Calírroe (situada en el ángulo sudoriental del ágora de Atenas y lugar
de un mito en el que el desdén de una ninfa por su enamorado acabó con el
suicidio de ambos), traída a la casa en un lutróforo,
una vasija panzuda de cuello largo y estrecho, con doble asa. Después,
rodeada por su madre, sus amigas y parientas, era ungida, minuciosamente
peinada, maquillada, vestida y enjoyada en el gineceo; finalmente, cubierto su
rostro por un velo, era conducida a la presencia del pretendiente. Y delante de
él, “solo para sus ojos” como si dijéramos, la nimfeutria (una suerte de directora de escena) procedía a su “desvelamiento”
o “revelación”, retirando el velo de su cabeza y haciendo relumbrar en la
estancia toda su belleza y su embellecimiento hasta entonces ocultos.
El nombre griego para la “revelación” es,
justamente, apocalipsis.
Después del apocalipsis venían los regalos
mutuos, el banquete y la procesión nupcial, que llevaba a los recién casados,
en carro engalanado y conducido por un amigo, hasta la casa de los padres del
novio. Estos recibían al cortejo con un reparto de dulces nupciales de sésamo y miel, los melikouni (también nos los ofrecieron
nuestros parientes rodios en ocasión de la boda de mi hija Albertina con Nikos,
en Bigues i Riells del Vallés).
Después los novios eran acompañados a la cámara
nupcial y dejados solos en el tálamo, el lugar donde había de quedar ratificada
la ‘ora, la sazón y la plenitud, de
la hasta entonces doncella.
(1) http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2021/10/belleza-y-plenitud.html
(2) Ver http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2021/12/el-relumbre-de-un-muslo.html;
http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2021/12/praxiteles-y-la-diosa.html,
y http://vamosapuntoycontrapunto.blogspot.com/2022/01/polivalencia-del-manto.html