El virus. Detalle profético del portal de Sant Iu en la
catedral de Barcelona. (Imagen compartida del muro de Jordi Pedret Grenzner).
Lo escribía Joan Coscubiela el otro día: hay
gente que piensa que, si desvía la mirada, la realidad desagradable que estaba
contemplando deja de existir.
Cuidado, cuando pongo “gente” me refiero a
gente de campanillas, a personalidades de jerarquía. Si eso mismo lo hacemos la
gente de a pie también está mal hecho, pero influye mucho menos en los
acontecimientos. La característica distintiva de las autoridades públicas es
precisamente que se les ha puesto ahí, y se les han dado los medios, para enderezar
una realidad torcida; no, en ningún caso, para hacerse la ola a sí mismas.
La cosa viene a cuento de lo siguiente: señala
El País que entre Madrid y Cataluña han dejado de comunicar al Ministerio de
Sanidad 132.000 positivos por covid.
Ciento treinta y dos mil positivos constatados,
o sea positivos fetén. Después están todos los casos innumerables en los que
acudes (telefónicamente y después de largas demoras en la respuesta porque la
línea está ocupada; lo de pasarte por el CAP, imposible, están saturados) con
tus síntomas preocupantes a la sanidad pública o privada, para el caso da
igual, y te piden que por favor te pongas la mascarilla, te tomes dos paracetas
y te quedes quieto, que no hay camas libres ni stock de vacunas ni pastillas
para la tos, y si te mueres tampoco van a poderte hacer la autopsia.
Todo lo cual se lo pasan por el forro los governets de Cataluña y de la Comunidad
de Madrid, que, como es sabido, son dos modelos de éxito y han dejado de
gastarse más de la mitad de los millones puestos por el Estado a su disposición
para luchar contra el covid.
¿Qué sentido tenía, en efecto, gastar en
sanidad, si para ellos basta con mirar en otra dirección (¡la economía!), y las
dificultades desaparecen?
Cambiamos de año, pero no es probable que
cambie además la percepción generalizada de que los listos van a ser capaces de
surfear la ola mientras los tontos se ahogarán sin remedio. Volviendo a la
gente de a pie, un andoba del que ignoro las circunstancias es antivacunas y se
defiende de sus preferencias del modo siguiente: «Si la palmo, llamadme
gilipollas».
Gilipollas se lo llamo ya mismo, pero al común no
nos interesa que palme. No podemos consentir que se nos mueran los tontos (son
demasiados, les necesitamos), ni menos aún, que sufran sin sentido los
marginales que no consiguen ser incluidos en unas estadísticas tuneadas. El
modelo de éxito solo puede ser aquel en el que salgamos todos juntos a la
superficie, a ser posible con un plan firme de futuro colectivo.
Y para eso es necesario mirar la realidad,
analizarla con parsimonia y acertar con los remedios, sin buscar atajos raros.
Ojos que sí ven, corazón que sí siente.