martes, 1 de julio de 2014

SOBRE LA TRADUCCIÓN

Quienes nos hemos dedicado a trabajos de traducción, sabemos que es tema en el que se necesita hilar muy fino, si uno no quiere acabar poniendo algo distinto, y en ocasiones absolutamente contrario, a lo que expresaba el autor en su lengua propia. Lo de traduttore, traditore, es más que un sambenito. Umberto Eco dedicó un tratado sistemático a los problemas de la traducción. Su título es ya revelador: “Decir casi lo mismo”. Su tesis: toda traducción es una pequeña o gran traición. Nunca puede llegar a existir una equivalencia completa entre el contenido de lo escrito por un autor en una lengua, y el mismo contenido vertido a otra lengua distinta, incluso si se trata de una versión hecha con una competencia excelsa. Siempre quedará un “casi” diferencial entre los dos textos.

Esa es una opinión profesoral, sostenida por Eco con mucha agudeza a través de muchos ejemplos muy bien traídos a cuento. En la vida corriente, y me refiero como tal a la de una persona que no es profesor de semiótica, perdonamos ese “casi” a las traducciones que nos permiten acceder a un contenido valioso que en el original nos resultaba ininteligible. Ese contenido está construido con palabras, pero no son las palabras en sí lo que buscamos, sino el sustrato que las palabras evocan, y el sustrato es idéntico a sí mismo sea cual sea la expresión verbal que lo traduzca.

Como en este asunto hay opiniones para todos los gustos, y yo he oído sostener que los Episodios nacionales de Galdós leídos en su lengua original poseen mayor valor estético que Guerra y paz de Tostói en traducción, me ha reconfortado leer estas frases de Pío Baroja (en Desde la última vuelta del camino):

«Yo aprecio poco el estilo si el estilo es algo exterior y de trabajo. Tampoco aprecio cómo va vestida una mujer si no me gusta. Si me gusta, sí; pero principalmente me fijo en su mirada, en su expresión, en su manera de hablar, en sus actitudes, etc. Entre los escritores, al menos en los españoles de mi tiempo, esto parecía una extravagancia; pero no creo que exista tal extravagancia. Es el sentir popular. ¿Por qué han leído los extranjeros Don Quijote en traducción? Porque los entretenía, los divertía, les hacía pensar; no porque fueran a estudiar el castellano y a ver cómo sonaban las palabras. Lo mismo hicimos nosotros leyendo en la juventud a Dickens, a Tolstói, a Dostoievski, en traducciones, y no se nos ocurrió pensar si las palabras, en el idioma en que se escribieron, sonaban bien o mal. Todo eso es de un bizantinismo un poco ridículo. No hay escritor bueno que no resista la traducción. Los de verso pierden a veces todo, porque en el verso hay un elemento musical que no se traspasa de un idioma a otro. Así, por ejemplo, en una de las romanzas más románticas, sin palabras, de Verlaine se dice:

Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville.
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon coeur?
(Llora en mi corazón, como llueve sobre la ciudad. ¿Qué es esa languidez que penetra mi corazón?)

Esto, fuera del idioma en que está escrito, no es nada. No es traducible, porque es más música que literatura. En la canción francesa todas las palabras son imitativas, de medio tono, como lamentos dominados por el sonido de la e (pleure, coeur, langueur, pénètre). En cambio, en una traducción al español, todas las palabras serán en tono mayor: corazón, ciudad, languidez, etc.»


Me gusta esa idea de que en la literatura, como en una mujer, sólo nos fijamos en su vestido si ella nos gusta. Si no nos gusta, nos resulta indiferente que vaya bien o mal vestida. ¡Chúpate esa, Umberto!