De la solidaridad
escribió Friedrich A. Hayek que es «un instinto heredado de la sociedad tribal»
(en Derecho, legislación y libertad,
tomo 2: “El espejismo de la justicia social”, 1976). Este precursor ilustre de
la moderna gobernanza alfanumérica de los asuntos humanos ya había dejado
sentado que la democracia es un estorbo para las decisiones realmente
importantes, y que el desiderátum para la humanidad es la instauración a escala
mundial de un «orden engendrado por el ajuste mutuo de numerosas economías
individuales por medio de un mercado.»
Después de una
breve ojeada al estado presente de la comunidad internacional, cualquiera diría
que, efectivamente, estamos en ello. Hayek vio recompensados sus beneméritos estudios
con el premio Nobel de Economía en 1974. No se apresuren a arrojar la primera
piedra sobre don Alfredo y sus albaceas testamentarios del comité Nobel, ellos no
tienen nada que ver con el desaguisado. El “Nobel” de Economía lo instituyó por
su cuenta el Banco de Suecia en 1969. Así las gastan los banqueros y los
economistas.
Pues bien, no va a quedar
más remedio que regresar con urgencia a la sociedad tribal y a su aguzado
instinto de supervivencia, si queremos evitar las consecuencias que van aflorando
a la superficie a partir de ese “ajuste mutuo” de la suma de egoísmos
individuales. El desmantelamiento de las instituciones del Estado social, la
burbuja financiera, el deterioro acelerado de la naturaleza y el clima, el
empobrecimiento masivo de grandes capas de población de los países avanzados y
la condena sin remisión a la miseria de todo el bloque de naciones que antaño
fue conocido con el nombre de Tercer mundo, son, todas ellas, llamadas de
alerta a nuestra conciencia suficientemente claras y apremiantes.
Es necesario hoy volver
a la lógica de la solidaridad, contra la lógica del beneficio. A la democracia como
norma universal de gobierno, frente a la gobernanza global regida por unos “sabios”
que se invisten a sí mismos con poderes que nadie les ha delegado.
Combatir el
terrorismo yihadista, por ejemplo, no debería significar el exterminio de una “raza
maldita” por medio de bombardeos inútiles, sino sentar colectivamente pautas
igualitarias que aproximen entre sí a culturas muy diferentes, crear
instrumentos internacionales que favorezcan un desarrollo equilibrado evitando en
lo posible las azarosas migraciones masivas hacia occidente, y poner un freno eficaz
a los excesos de un “mercado” que agita la opinión con el designio oculto de favorecer
a una industria armamentista que, con la imparcialidad olímpica preconizada por
Hayek, vende sus productos a tirios y troyanos simultáneamente, guiada solo por
la lógica egoísta del beneficio.
No hacen falta más
bombas en nuestro mundo, sino más instrumentos democráticos que favorezcan la
coexistencia pacífica y la convivencia de culturas. Más justicia social, más
integración, más sostenibilidad, menos depredación y mayor sensibilidad hacia los
ciclos de la naturaleza y las condiciones en las que es capaz de reproducirse a
sí misma.
Más solidaridad, en
una palabra.