Algunos espíritus
delicados, entre los que me cuento, sentimos una repugnancia instintiva cuando
vemos que en la legislación social se sustituyen las circunstancias humanas particulares
por tablas de grandes números basadas en cálculos de medias ponderadas. Ese
sistema fue, por ejemplo, la base científica que animó el Estado providente, el
Welfare State, puesto en marcha en
Gran Bretaña en 1945 bajo el impulso del liberal Lord William Henry Beveridge. El
welfare hizo fortuna; su extensión a todo el espacio europeo occidental,
durante los treinta años del ciclo largo de prosperidad, fue para la
socialdemocracia dominante un paseo militar más que una batalla, y mejoró sin
la menor duda todos los estándares de vida de las poblaciones implicadas. El modelo
estadístico ampliamente utilizado para su implantación y funcionamiento, sin
embargo, ha podido ser una de las causas de tanta infelicidad concreta como
generó en el curso de su larga vida el Bienestar prometido a los trabajadores industriales
y ciudadanos en general.
He encontrado un
curioso precedente del problema en la lectura del libro de Alain Supiot La gouvernance par les nombres (Fayard
2015). En 1760 se discutía en Francia la oportunidad de establecer de modo
obligatorio la vacuna contra la viruela. Se sabía que una medida así haría
retroceder la enfermedad, pero también que la vacuna resultaría mortal para
algunas de las personas inoculadas. Mediante estadísticas bastante incompletas
se llegó a establecer la probabilidad de mortalidad en torno a un orden de
1/300. Así cuenta Supiot lo que sucedió entonces (la traducción es mía):
«En una memoria presentada a la Academia de Ciencias
en 1760, Daniel Bernoulli propuso aplicar a la resolución del problema una
fórmula análoga a la utilizada para calcular las probabilidades de ganar a la
lotería. Como ese cálculo mostraba que por término medio las personas vacunadas
ganarían tres años de esperanza de vida, la conclusión implícita era favorable
a una generalización de la vacunación. Su punto de vista fue compartido por la
mayoría de los espíritus ilustrados de la época, en particular por Voltaire.
Según ellos el debate, que resultó apasionado, enfrentaba a las fuerzas de
progreso y a las de la reacción, y el progreso consistía en indexar en el
gobierno de los hombres los datos suministrados por la ciencia. El único entre
los filósofos que se opuso a Bernoulli fue D’Alembert, que señaló que en un
problema que afectaba a la vida humana no podía aplicarse un cálculo basado en
datos imperfectos o incompletos.»
Está claro, a lo
que entiendo, que Voltaire llevaba la razón, pero también era importante tener presente la objeción de D’Alembert.
Es decir, la solución en un caso así pasa por indexar en el gobierno de los
hombres los datos científicos, pero sin perder nunca de vista que se legisla
para personas, no para porcentajes ni para medias estadísticas.
Esa cautela saludable
se ha perdido hoy por completo. Cuando lo que rige son los grandes números, pertenecer
a una minoría distinta de la elite social representa una catástrofe. Todas las
decisiones económicas de todos los gobiernos, y todas las promesas electorales que
se barajan en este campo, toman como base los números macroeconómicos (lo cual
no es malo en sí), y hacen abstracción de todas las realidades concomitantes, o
medioambientales si se quiere, o escénicas incluso, que tienen una
significación destacada en la vida cotidiana de la gente. Se trabaja con la
brocha gorda, no hay lugar para el matiz; y sin embargo la estructura social
dista de ser un bloque homogéneo, hay cientos de diferencias sutiles que marcan
límites y gradaciones en el conglomerado complejo de lo que antes se definía
como clases o estamentos sociales.
No me refiero tanto
a la asignatura pendiente de la inserción social de los marginados, que
también, como a la movilidad hacia arriba, a las aspiraciones íntimas, legítimas
y nunca iguales, de las personas caracterizadas en sentido amplio como
pertenecientes a sectores profesionales de capas medias/bajas. A las mujeres en
particular, que se ven afectadas en nuestra peculiar estructura social por una
problemática muy específica. A cuestiones tales como la conciliación de la vida
laboral, la familiar y la personal; a la vieja utopía de la formación
permanente; a la cultura como apertura a otros horizontes y como vía de
realización personal; al ocio creativo. Todo aquello que considerábamos a tocar
de mano cuando vino a aplastarnos contra el barro la bota de plomo de las
fuerzas desencadenadas por la crisis financiera.