Los yihadistas de
París sobrecargaron de símbolos su atentado. Para ellos se trataba de entregar
un mensaje, y lo hicieron a conciencia. El mensaje es nítido. No tenían
intención de escapar a su fechoría, se trataba de un acto sacrificial. Eso lo
primero. Lo segundo, eligieron un viernes 13, una fecha emblemática de
connotaciones estrictamente occidentales, a menos que supongamos que también
las supersticiones se han globalizado. Y lo tercero, actuaron a la hora y en los
lugares de concentración máxima relacionada con diversiones populares: una sala
de conciertos de rock, un estadio deportivo, las terrazas de algunos
restaurantes o bares de copas muy frecuentados.
«Vosotros os
divertís mientras nosotros sufrimos», venía a decir, pues, el mensaje
transmitido. «Tenéis que saber que os odiamos. Hoy es el día negro de nuestra venganza.»
Los terroristas no eran
gente extraña e inconcebible, razonaban como nosotros, y también contra
nosotros. Parafraseando a un presidente norteamericano, eran hijos de puta, sí,
pero “nuestros” hijos de puta. Gente de nuestros suburbios, conocedores de las
reglas del juego: dónde se reúne la gente común, cuáles son los lugares de
diversión más populares, dónde se puede hacer más daño un día y a una hora
determinada. Fueron capaces de planificar de forma fría una masacre. No eran
extraterrestres, ni refugiados sirios recién aterrizados en el paraíso
neoliberal. Estaban ya entre nosotros el año pasado, y sus copains, sus colegas, lo seguirán estando el que viene.
Resulta por eso
ridículo que el señor Szimanski, que asumirá la dirección del ministerio polaco
de Asuntos Europeos, reclame airado que se cierre el grifo a la riada de refugiados
de Oriente Medio. Él ya quería antes cerrar ese grifo, y ahora pretende
cargarse de razón para hacer algo que no tendrá ninguna utilidad aparte de la
de alimentar sus prejuicios, y generará más dolor sobre el dolor que todos
sentimos.
Resulta estúpido –
pero es que él lo es – que Donald Trump alegue que las cosas habrían sido muy
diferentes de haberse permitido llevar armas a las víctimas del atentado. No se
arregla nada con balaceras al estilo OK Corral, esos rudos procedimientos para
resolver las diferencias personales o grupales son propias de mentalidades
medievales en el sentido más oscurantista de la palabra.
Resulta vanilocuo
que Manuel Valls, ministro francés, afirme: «Estamos en guerra, responderemos
golpe a golpe.» Porque llevamos muchos años en guerra, y el Eje del Mal ha sido
desmontado ya decenas de veces, desde que los apóstoles del porvenir radiante
anunciaron a los cuatro vientos que se había acabado la historia. El Muro de
Berlín, el descuartizamiento de la URSS, las sucesivas guerras del Golfo, Gadafi,
Saddam Hussein, Osama bin Laden, el mulá Omar, han sido encarnaciones sucesivas
de ese mal absoluto que se sigue queriendo combatir con más carrera de
armamentos, más refuerzos de policía interna, más represión y más exclusión. Una
vía que conduce sin sombra de duda a una sociedad cada vez más cerrada en sí
misma y compartimentada, a mayores desigualdades y a una radicalización también
mayor de las capas desfavorecidas.
Golpe por golpe, no
haremos más que prolongar la espiral de la violencia sin fin en un mundo basado
en el enfrentamiento irreconciliable entre el “nosotros” y el “ellos”.
Habría que pensar
en una vía distinta de solución del problema.