domingo, 15 de noviembre de 2015

EN GUERRA


Los yihadistas de París sobrecargaron de símbolos su atentado. Para ellos se trataba de entregar un mensaje, y lo hicieron a conciencia. El mensaje es nítido. No tenían intención de escapar a su fechoría, se trataba de un acto sacrificial. Eso lo primero. Lo segundo, eligieron un viernes 13, una fecha emblemática de connotaciones estrictamente occidentales, a menos que supongamos que también las supersticiones se han globalizado. Y lo tercero, actuaron a la hora y en los lugares de concentración máxima relacionada con diversiones populares: una sala de conciertos de rock, un estadio deportivo, las terrazas de algunos restaurantes o bares de copas muy frecuentados.
«Vosotros os divertís mientras nosotros sufrimos», venía a decir, pues, el mensaje transmitido. «Tenéis que saber que os odiamos. Hoy es el día negro de nuestra venganza.»
Los terroristas no eran gente extraña e inconcebible, razonaban como nosotros, y también contra nosotros. Parafraseando a un presidente norteamericano, eran hijos de puta, sí, pero “nuestros” hijos de puta. Gente de nuestros suburbios, conocedores de las reglas del juego: dónde se reúne la gente común, cuáles son los lugares de diversión más populares, dónde se puede hacer más daño un día y a una hora determinada. Fueron capaces de planificar de forma fría una masacre. No eran extraterrestres, ni refugiados sirios recién aterrizados en el paraíso neoliberal. Estaban ya entre nosotros el año pasado, y sus copains, sus colegas, lo seguirán estando el que viene.
Resulta por eso ridículo que el señor Szimanski, que asumirá la dirección del ministerio polaco de Asuntos Europeos, reclame airado que se cierre el grifo a la riada de refugiados de Oriente Medio. Él ya quería antes cerrar ese grifo, y ahora pretende cargarse de razón para hacer algo que no tendrá ninguna utilidad aparte de la de alimentar sus prejuicios, y generará más dolor sobre el dolor que todos sentimos.
Resulta estúpido – pero es que él lo es – que Donald Trump alegue que las cosas habrían sido muy diferentes de haberse permitido llevar armas a las víctimas del atentado. No se arregla nada con balaceras al estilo OK Corral, esos rudos procedimientos para resolver las diferencias personales o grupales son propias de mentalidades medievales en el sentido más oscurantista de la palabra.
Resulta vanilocuo que Manuel Valls, ministro francés, afirme: «Estamos en guerra, responderemos golpe a golpe.» Porque llevamos muchos años en guerra, y el Eje del Mal ha sido desmontado ya decenas de veces, desde que los apóstoles del porvenir radiante anunciaron a los cuatro vientos que se había acabado la historia. El Muro de Berlín, el descuartizamiento de la URSS, las sucesivas guerras del Golfo, Gadafi, Saddam Hussein, Osama bin Laden, el mulá Omar, han sido encarnaciones sucesivas de ese mal absoluto que se sigue queriendo combatir con más carrera de armamentos, más refuerzos de policía interna, más represión y más exclusión. Una vía que conduce sin sombra de duda a una sociedad cada vez más cerrada en sí misma y compartimentada, a mayores desigualdades y a una radicalización también mayor de las capas desfavorecidas.
Golpe por golpe, no haremos más que prolongar la espiral de la violencia sin fin en un mundo basado en el enfrentamiento irreconciliable entre el “nosotros” y el “ellos”.
Habría que pensar en una vía distinta de solución del problema.