martes, 3 de noviembre de 2015

CARTA DE DERECHOS DE LOS TRABAJADORES


Ante la llamativa ausencia de propuestas programáticas sobre el trabajo decente, o siquiera sobre el trabajo a secas, por parte de los partidos que aspiran a gobernar después de las elecciones del 20D, los sindicatos mayoritarios, CCOO y UGT, han hecho pública una propuesta de Carta de Derechos de los trabajadores, y su intención es presentarla a las distintas listas electorales (partidos, coaliciones y plataformas) como base para un gran acuerdo nacional sobre estos temas. La Carta de los sindicatos nace con la vocación de inspirar, tanto las reformas que se establezcan en la “reforma” laboral vigente, como la redacción de un posible y deseable nuevo Estatuto de los Trabajadores, e incluso, en una perspectiva más lejana por la dificultad de establecer los consensos necesarios, una revisión sosegada de la Constitución española.
La Carta de Derechos es sencilla, clara y valiosa. Establece un decálogo de principios generales, no un articulado concreto. Es difícil no estar de acuerdo con ese decálogo, pero hay que convenir que nace a contrapelo de dos tendencias muy incrustadas en la mentalidad y en los prejuicios de una parte considerable de nuestra clase política.
A saber: de una parte propone derechos para los trabajadores, cuando el punto de partida habitual en el razonamiento de nuestras clases dirigentes es que los trabajadores no han de tener derechos, sino meramente obligaciones relacionadas con la función que se les encomienda, porque para eso se les paga.
De otra parte, la iniciativa procede de los sindicatos, y existe la idea extendida de que los sindicatos son una pejiguera que no sirve para nada: si hacen huelga porque hacen huelga, si no la hacen porque no la hacen; si defienden a los trabajadores, porque no son representativos; si no los defienden, porque son unos gorrones que se dan la gran vida a cuenta de su “liberación” a cargo de la empresa. Desde la derecha, se acusa al sindicalismo de estimular la pereza y la baja productividad; desde la izquierda radical, se le considera traidor a la “clase” revolucionaria o a su avatar más reciente, la “gente”.
Este tipo de argumentos-clichés, de amplio uso tanto en las tertulias radiofónicas como en las barras de bar, compromete la respuesta colectiva necesaria a la situación por la que atraviesa el empleo, ampliamente precarizado y desamparado de derechos individuales, sociales y ciudadanos, en una coyuntura dramática para la economía, no ya de nuestro país sino de todo el entorno geográfico e institucional.
Pero los sindicatos existen. Actúan. Son eficaces. No en todos los flancos, por supuesto, no en todas las ocasiones. No son todopoderosos. No pueden hacer milagros contra las imposiciones de los poderes económicos y de una legislación neoautoritaria y restrictiva. Nadie les puede pedir que sean más campeadores que el Cid; éste, según nos cuentan las historias, ganó alguna batalla después de muerto, pero a los sindicatos algunos les exigen ganar las batallas después de matarlos.
Los sindicatos deben ser escuchados. Su propuesta debe ser atendida.
Un consenso de principio sobre los grandes temas de los derechos sociales y de ciudadanía generados por el trabajo hará que en muchos despachos las manos se alcen a las cabezas. Los editoriales de la prensa diaria tronarán contra el despropósito. Se dirá mil veces que no hay dinero para tal cosa, y se repetirá el paripé de que los caudales públicos no están para ser invertidos en bienes de carácter público, sino para objetivos más altos. Etcétera.
Los sindicatos deben ser escuchados. Su propuesta debe ser atendida.