Ante la llamativa
ausencia de propuestas programáticas sobre el trabajo decente, o siquiera sobre
el trabajo a secas, por parte de los partidos que aspiran a gobernar después de
las elecciones del 20D, los sindicatos mayoritarios, CCOO y UGT, han hecho pública
una propuesta de Carta de Derechos de los trabajadores, y su intención es presentarla
a las distintas listas electorales (partidos, coaliciones y plataformas) como
base para un gran acuerdo nacional sobre estos temas. La Carta de los
sindicatos nace con la vocación de inspirar, tanto las reformas que se
establezcan en la “reforma” laboral vigente, como la redacción de un posible y
deseable nuevo Estatuto de los Trabajadores, e incluso, en una perspectiva más
lejana por la dificultad de establecer los consensos necesarios, una revisión sosegada
de la Constitución española.
La Carta de
Derechos es sencilla, clara y valiosa. Establece un decálogo de principios
generales, no un articulado concreto. Es difícil no estar de acuerdo con ese
decálogo, pero hay que convenir que nace a contrapelo de dos tendencias muy
incrustadas en la mentalidad y en los prejuicios de una parte considerable de
nuestra clase política.
A saber: de una
parte propone derechos para los trabajadores, cuando el punto de partida habitual
en el razonamiento de nuestras clases dirigentes es que los trabajadores no han
de tener derechos, sino meramente obligaciones relacionadas con la función que
se les encomienda, porque para eso se les paga.
De otra parte, la
iniciativa procede de los sindicatos, y existe la idea extendida de que los
sindicatos son una pejiguera que no sirve para nada: si hacen huelga porque
hacen huelga, si no la hacen porque no la hacen; si defienden a los
trabajadores, porque no son representativos; si no los defienden, porque son
unos gorrones que se dan la gran vida a cuenta de su “liberación” a cargo de la
empresa. Desde la derecha, se acusa al sindicalismo de estimular la pereza y la
baja productividad; desde la izquierda radical, se le considera traidor a la “clase”
revolucionaria o a su avatar más reciente, la “gente”.
Este tipo de
argumentos-clichés, de amplio uso tanto en las tertulias radiofónicas como en
las barras de bar, compromete la respuesta colectiva necesaria a la situación
por la que atraviesa el empleo, ampliamente precarizado y desamparado de
derechos individuales, sociales y ciudadanos, en una coyuntura dramática para
la economía, no ya de nuestro país sino de todo el entorno geográfico e
institucional.
Pero los sindicatos
existen. Actúan. Son eficaces. No en todos los flancos, por supuesto, no en
todas las ocasiones. No son todopoderosos. No pueden hacer milagros contra las
imposiciones de los poderes económicos y de una legislación neoautoritaria y
restrictiva. Nadie les puede pedir que sean más campeadores que el Cid; éste, según
nos cuentan las historias, ganó alguna batalla después de muerto, pero a los
sindicatos algunos les exigen ganar las batallas después de matarlos.
Los sindicatos
deben ser escuchados. Su propuesta debe ser atendida.
Un consenso de
principio sobre los grandes temas de los derechos sociales y de ciudadanía generados
por el trabajo hará que en muchos despachos las manos se alcen a las cabezas. Los
editoriales de la prensa diaria tronarán contra el despropósito. Se dirá mil
veces que no hay dinero para tal cosa, y se repetirá el paripé de que los
caudales públicos no están para ser invertidos en bienes de carácter público,
sino para objetivos más altos. Etcétera.
Los sindicatos
deben ser escuchados. Su propuesta debe ser atendida.