jueves, 26 de noviembre de 2015

ESTADO Y MERCADO


En una de sus frecuentes poses de botafumeiro del sentido común, nuestro inefable presidente del gobierno ha declarado como hecho incontrovertible que «un plato es un plato y un vaso es un vaso». Ni el mismo maestro Pero Grullo lo habría expresado mejor.
Con todo, no necesariamente las verdades de Pero Grullo siguen siendo verdades siempre. Se contaminan, mutan, se metamorfosean, se hinchan o se adelgazan hasta el extremo de resultar irreconocibles al paso del tiempo. Es lo que ocurre con el par de conceptos que dan título a este ejercicio de redacción. Uno se sentiría tentado a afirmar “marianistamente” que el estado es el estado y el mercado es el mercado. Sin embargo, si nos plantamos en una perspectiva histórica como si fuera lo alto de un cerro, y nos servimos de un catalejo de largo alcance, bien podemos llegar a sostener la opinión contraria. A saber, que el estado no es el estado y el mercado no es el mercado. Como poco, que ninguno de los dos es el que solía. Me explico.
Para empezar, existe una correlación histórica significativa entre el nacimiento del mercado  y el del estado, en la acepción moderna de ambos conceptos. En la Baja Edad Media, una época en la que las fuerzas productivas se habían desarrollado más allá de una pura economía de subsistencia, y los excedentes agrícolas y la oferta de los artesanos empezaban a requerir la atención a una demanda ya no limitada al entorno comarcal y a los mecanismos de trueque, las grandes ferias celebradas anualmente en ciertas ciudades europeas dieron la pauta de una expansión económica potencialmente importante, aunque perjudicada por la inseguridad en un doble sentido: el azar de los caminos por tierra y por mar, más los peligros del bandolerismo y la piratería, de un lado; y de otro, la falta de un patrón monetario que facilitara los intercambios. Existía el dinero, sí, pero su valor era intrínseco: la ley del metal, oro o plata, con el que estaba acuñado.
La necesidad de disponer de un mercado al que concurrieran las distintas partes interesadas desde tierras lejanas y sin el embarazo de grandes cantidades de numerario, incómodas de transportar y más incómodas aún como objeto oscuro de la codicia ajena, fue uno de los motores principales del nacimiento del estado moderno. Los príncipes, indolentes de por sí, hubieron de empezar a ocuparse de los temas de policía en toda la extensión del territorio, y también de ordenar y legislar sobre el comercio interior y exterior, los entresijos del crédito y la letra de cambio, el aseguramiento preventivo de las mercancías, y los baremos de cambio internacionales de las distintas monedas, en función ya no de su valor metálico sino del respaldo que recibían de los poderes centrales.
No hace falta ahondar en esta historia, que por otra parte está impresa en numerosas obras de autores mucho más cualificados que yo. Baste afirmar que existe una correlación directa entre el nacimiento del mercado más allá de los límites locales, y el del estado como proceso de ordenación y regulación económica, también centralizado. Es más, fueron los mercados más activos y dinámicos los que impulsaron un proceso robusto, que antes no existía, de igualdad tendencial de los ciudadanos ante la ley y de participación de todos en la cosa pública. Puede afirmarse que también la democracia, en el sentido moderno del término y al margen de sus antecedentes helénicos, nació del mercado. En la Edad Moderna, Inglaterra y los Países Bajos fueron los grandes adelantados en los dos terrenos, el del comercio internacional y el de las instituciones democráticas. Ambos países iniciaron en ese momento una política colonial de rapiña de las materias primas que les eran indispensables para crecer, es cierto; pero eso no es óbice para seguir sosteniendo lo anterior, y para entender que el espíritu nuevo del capitalismo iba unido a un rigor ético inspirado en la doctrina protestante que identificaba la predestinación con el éxito mundano en los negocios. En los reinos de observancia católica, lo que privó fue el absolutismo, no la democracia. El mercado, institución claramente privada y burguesa, no tuvo un desarrollo adecuado, y el poder se concentró en la corte con las catástrofes aparejadas que nos cuentan los libros de historia. En Francia la cuestión de las finanzas del Estado no empezó a arreglarse hasta que Jean-Baptiste Colbert, un burgués, se hizo cargo de las cuentas de Luis XIV, un bandarra. En España los monarcas austracistas fueron de bancarrota en bancarrota, y su incapacidad para pagar con regularidad a sus famosos Tercios desde una hacienda mínimamente saneada les hizo perder una tras otra sus posesiones europeas (luego también las americanas y africanas), a pesar de contar con el oro de las Indias esquilmadas.
El mercado, por consiguiente, una institución privada basada en el encauzamiento ordenado de los distintos egoísmos individuales, tuvo un efecto nivelador y altamente beneficioso en el ámbito público, al propiciar una mayor participación y cohesión social. Condición necesaria para ello fue su dependencia de un orden jurídico estable y más o menos imparcial, impuesto por el estado, que actuaba como garante del libre juego de la concurrencia de voluntades contrapuestas. El mismo concepto de fair play entre los concurrentes arbitrado desde un estado imparcial (si entendemos el término de forma bastante relativa), es aplicable al mercado de trabajo. La Norma preside el libre juego de las partes concurrentes, y garantiza tanto su igualdad teórica como la efectividad del resultado que se alcance en la negociación. En este sentido, el mercado reglamentado se opone frontalmente al poder desproporcionado y al puro arbitrio de una de las partes que interactúan en el mismo.
Hay un momento histórico en que el estado y el mercado como instituciones reguladoras de la vida económica y social empiezan a contaminarse de otras realidades y a desdibujar sus características iniciales. Se produce en el contexto de la segunda posguerra mundial. El estado ha emergido durante el conflicto como protagonista de una economía dirigida de forma primordial al sostén del esfuerzo bélico, en tanto que el mercado ha quebrado por completo. Los resultados en términos de incremento de la producción resultan tan asombrosos que toma cuerpo – en Inglaterra en primer lugar – la idea de prolongar la inercia del esfuerzo común en aras de la reconstrucción y el desarrollo del país. La idea de una economía de mercado empieza entonces a ser sustituida por el nuevo concepto de la planificación, que se extiende tanto en el mundo llamado libre como en el ámbito del socialismo real.
Se produce entonces una deflación del mercado y una inflación del estado en el terreno de la economía. El desarrollo se programa, el estado es el primer empresario, los sectores estratégicos están nacionalizados. Sobreviene de forma simultánea en este contexto el triunfo irresistible de otra corriente de fondo que viene actuando desde tiempo antes: la nueva economía estatal viene a ajustarse a las ideas de la “organización científica del trabajo” propugnada varios decenios antes por el ingeniero F.W. Taylor. Con el taylorismo, también el trabajo pierde las características que lo hacían reconocible (el trabajo implicaba, en sus preparativos y en su ejecución, un propósito. En el nuevo orden de la fábrica mecanizada, los asalariados trabajan fragmentariamente, sin un propósito unificador ni un sentido inteligible de su actividad espasmódica y agotadora).
El estado omnipotente y omnipresente se compromete a hacerse cargo de todo, en esas circunstancias; él es quien pasa a ordenar e incluso “crear” la vida social, quien provee de bienestar (fuera de la fábrica) a la ciudadanía, quien paga sin rechistar todas las facturas. Algunos teóricos poco sensatos aventuran hacia los años sesenta un parto indoloro del socialismo mediante una transición pacífica a partir de lo que llaman, utilizando de forma bastante alegre una categoría acuñada por Lenin, el «capitalismo monopolista de estado».
Después, mediados los años setenta, la burbuja del estado estalla de pronto, con la aparición de la crisis energética. Empiezan las privatizaciones, y el desprestigio creciente de lo público. Ya no hay quien se haga cargo de las facturas del bienestar. El mercado vuelve entonces por sus fueros. Pero ya no es el mismo de antes, de la misma forma que el estado hipertrofiado no era el agente de policía del orden público y el árbitro imparcial de los conflictos sociales. Ahora un mercado prepotente pretende imponer sus propias leyes, tanto a quienes concurren a él, como al mismo estado. Se teorizan unas leyes internas e intocables, una especie de “derecho natural” del mercado que asegura el equilibrio y el desarrollo económico de quienes se ajustan a sus mandatos.
Ahí, en esa ideología de cuño reciente, se centra la dialéctica entre las dos instituciones en las circunstancias actuales. La gran diferencia entre el primer liberalismo de Adam Smith y el neoliberalismo que prospera ahora mismo en el mundo occidental, es que entonces el mercado se sujetaba a una ley dictada por el estado, y reconocida por todas las partes; mientras que ahora es el mercado el que dicta su ley inapelable tanto a las partes concurrentes como al estado.
Pero al estado se le atribuyen además desde siempre otras funciones: es el garante tradicional del orden jurídico, el depositario legítimo de la soberanía popular. De modo que la ley intangible del mercado global, al sujetar a su soberanía propia la del estado, compromete de paso todas las estructuras democráticas.
Este es el impasse en el que nos encontramos. Trabajo, estado y mercado son conceptos muy heterogéneos y situados en niveles diferentes. Con todo, existe una correlación indudable entre ellos. La gran derecha financiera ya tiene una solución para todas las incógnitas: según ella solo los más aptos, es decir los más ricos, están llamados a sobrevivir.
Le toca mover ahora ficha a la izquierda, que en el tablero de ajedrez armado por el establishment político-financiero, ha quedado en jaque.