En una de sus
frecuentes poses de botafumeiro del sentido común, nuestro inefable presidente
del gobierno ha declarado como hecho incontrovertible que «un plato es un plato
y un vaso es un vaso». Ni el mismo maestro Pero Grullo lo habría expresado
mejor.
Con todo, no
necesariamente las verdades de Pero Grullo siguen siendo verdades siempre. Se
contaminan, mutan, se metamorfosean, se hinchan o se adelgazan hasta el extremo
de resultar irreconocibles al paso del tiempo. Es lo que ocurre con el par de
conceptos que dan título a este ejercicio de redacción. Uno se sentiría tentado
a afirmar “marianistamente” que el estado es el estado y el mercado es el
mercado. Sin embargo, si nos plantamos en una perspectiva histórica como si
fuera lo alto de un cerro, y nos servimos de un catalejo de largo alcance, bien
podemos llegar a sostener la opinión contraria. A saber, que el estado no es el estado y el mercado no es el mercado. Como poco, que ninguno
de los dos es el que solía. Me explico.
Para empezar,
existe una correlación histórica significativa entre el nacimiento del
mercado y el del estado, en la acepción
moderna de ambos conceptos. En la Baja Edad Media, una época en la que las
fuerzas productivas se habían desarrollado más allá de una pura economía de
subsistencia, y los excedentes agrícolas y la oferta de los artesanos empezaban
a requerir la atención a una demanda ya no limitada al entorno comarcal y a los
mecanismos de trueque, las grandes ferias celebradas anualmente en ciertas
ciudades europeas dieron la pauta de una expansión económica potencialmente
importante, aunque perjudicada por la inseguridad en un doble sentido: el azar
de los caminos por tierra y por mar, más los peligros del bandolerismo y la
piratería, de un lado; y de otro, la falta de un patrón monetario que facilitara
los intercambios. Existía el dinero, sí, pero su valor era intrínseco: la ley
del metal, oro o plata, con el que estaba acuñado.
La necesidad de disponer
de un mercado al que concurrieran las distintas partes interesadas desde tierras
lejanas y sin el embarazo de grandes cantidades de numerario, incómodas de
transportar y más incómodas aún como objeto oscuro de la codicia ajena, fue uno
de los motores principales del nacimiento del estado moderno. Los príncipes,
indolentes de por sí, hubieron de empezar a ocuparse de los temas de policía en
toda la extensión del territorio, y también de ordenar y legislar sobre el
comercio interior y exterior, los entresijos del crédito y la letra de cambio, el
aseguramiento preventivo de las mercancías, y los baremos de cambio
internacionales de las distintas monedas, en función ya no de su valor metálico
sino del respaldo que recibían de los poderes centrales.
No hace falta ahondar
en esta historia, que por otra parte está impresa en numerosas obras de autores
mucho más cualificados que yo. Baste afirmar que existe una correlación directa
entre el nacimiento del mercado más allá de los límites locales, y el del estado
como proceso de ordenación y regulación económica, también centralizado. Es
más, fueron los mercados más activos y dinámicos los que impulsaron un proceso robusto,
que antes no existía, de igualdad tendencial de los ciudadanos ante la ley y de
participación de todos en la cosa pública. Puede afirmarse que también la
democracia, en el sentido moderno del término y al margen de sus antecedentes
helénicos, nació del mercado. En la Edad Moderna, Inglaterra y los Países Bajos
fueron los grandes adelantados en los dos terrenos, el del comercio
internacional y el de las instituciones democráticas. Ambos países iniciaron en
ese momento una política colonial de rapiña de las materias primas que les eran
indispensables para crecer, es cierto; pero eso no es óbice para seguir
sosteniendo lo anterior, y para entender que el espíritu nuevo del capitalismo
iba unido a un rigor ético inspirado en la doctrina protestante que identificaba
la predestinación con el éxito mundano en los negocios. En los reinos de
observancia católica, lo que privó fue el absolutismo, no la democracia. El
mercado, institución claramente privada y burguesa, no tuvo un desarrollo
adecuado, y el poder se concentró en la corte con las catástrofes aparejadas
que nos cuentan los libros de historia. En Francia la cuestión de las finanzas
del Estado no empezó a arreglarse hasta que Jean-Baptiste Colbert, un burgués,
se hizo cargo de las cuentas de Luis XIV, un bandarra. En España los monarcas austracistas
fueron de bancarrota en bancarrota, y su incapacidad para pagar con regularidad
a sus famosos Tercios desde una hacienda mínimamente saneada les hizo perder
una tras otra sus posesiones europeas (luego también las americanas y
africanas), a pesar de contar con el oro de las Indias esquilmadas.
El mercado, por
consiguiente, una institución privada basada en el encauzamiento ordenado de los
distintos egoísmos individuales, tuvo un efecto nivelador y altamente
beneficioso en el ámbito público, al propiciar una mayor participación y
cohesión social. Condición necesaria para ello fue su dependencia de un orden
jurídico estable y más o menos imparcial, impuesto por el estado, que actuaba
como garante del libre juego de la concurrencia de voluntades contrapuestas. El
mismo concepto de fair play entre los
concurrentes arbitrado desde un estado imparcial (si entendemos el término de
forma bastante relativa), es aplicable al mercado de trabajo. La Norma preside
el libre juego de las partes concurrentes, y garantiza tanto su igualdad
teórica como la efectividad del resultado que se alcance en la negociación. En
este sentido, el mercado reglamentado se opone frontalmente al poder
desproporcionado y al puro arbitrio de una de las partes que interactúan en el
mismo.
Hay un momento
histórico en que el estado y el mercado como instituciones reguladoras de la
vida económica y social empiezan a contaminarse de otras realidades y a desdibujar
sus características iniciales. Se produce en el contexto de la segunda
posguerra mundial. El estado ha emergido durante el conflicto como protagonista
de una economía dirigida de forma primordial al sostén del esfuerzo bélico, en
tanto que el mercado ha quebrado por completo. Los resultados en términos de incremento
de la producción resultan tan asombrosos que toma cuerpo – en Inglaterra en
primer lugar – la idea de prolongar la inercia del esfuerzo común en aras de la
reconstrucción y el desarrollo del país. La idea de una economía de mercado empieza
entonces a ser sustituida por el nuevo concepto de la planificación, que se
extiende tanto en el mundo llamado libre como en el ámbito del socialismo real.
Se produce entonces
una deflación del mercado y una inflación del estado en el terreno de la
economía. El desarrollo se programa, el estado es el primer empresario, los
sectores estratégicos están nacionalizados. Sobreviene de forma simultánea en
este contexto el triunfo irresistible de otra corriente de fondo que viene
actuando desde tiempo antes: la nueva economía estatal viene a ajustarse a las
ideas de la “organización científica del trabajo” propugnada varios decenios
antes por el ingeniero F.W. Taylor. Con el taylorismo, también el trabajo
pierde las características que lo hacían reconocible (el trabajo implicaba, en
sus preparativos y en su ejecución, un propósito. En el nuevo orden de la
fábrica mecanizada, los asalariados trabajan fragmentariamente, sin un propósito
unificador ni un sentido inteligible de su actividad espasmódica y agotadora).
El estado
omnipotente y omnipresente se compromete a hacerse cargo de todo, en esas
circunstancias; él es quien pasa a ordenar e incluso “crear” la vida social,
quien provee de bienestar (fuera de la fábrica) a la ciudadanía, quien paga sin
rechistar todas las facturas. Algunos teóricos poco sensatos aventuran hacia
los años sesenta un parto indoloro del socialismo mediante una transición
pacífica a partir de lo que llaman, utilizando de forma bastante alegre una
categoría acuñada por Lenin, el «capitalismo monopolista de estado».
Después, mediados
los años setenta, la burbuja del estado estalla de pronto, con la aparición de
la crisis energética. Empiezan las privatizaciones, y el desprestigio creciente
de lo público. Ya no hay quien se haga cargo de las facturas del bienestar. El
mercado vuelve entonces por sus fueros. Pero ya no es el mismo de antes, de la
misma forma que el estado hipertrofiado no era el agente de policía del orden
público y el árbitro imparcial de los conflictos sociales. Ahora un mercado prepotente
pretende imponer sus propias leyes, tanto a quienes concurren a él, como al
mismo estado. Se teorizan unas leyes internas e intocables, una
especie de “derecho natural” del mercado que asegura el equilibrio y el
desarrollo económico de quienes se ajustan a sus mandatos.
Ahí, en esa
ideología de cuño reciente, se centra la dialéctica entre las dos instituciones
en las circunstancias actuales. La gran diferencia entre el primer liberalismo
de Adam Smith y el neoliberalismo que prospera ahora mismo en el mundo
occidental, es que entonces el mercado se sujetaba a una ley dictada por el estado,
y reconocida por todas las partes; mientras que ahora es el mercado el que
dicta su ley inapelable tanto a las partes concurrentes como al estado.
Pero al estado se
le atribuyen además desde siempre otras funciones: es el garante tradicional
del orden jurídico, el depositario legítimo de la soberanía popular. De modo
que la ley intangible del mercado global, al sujetar a su soberanía propia la
del estado, compromete de paso todas las estructuras democráticas.
Este es el impasse
en el que nos encontramos. Trabajo, estado y mercado son conceptos muy
heterogéneos y situados en niveles diferentes. Con todo, existe una correlación
indudable entre ellos. La gran derecha financiera ya tiene una solución para
todas las incógnitas: según ella solo los más aptos, es decir los más ricos,
están llamados a sobrevivir.
Le toca mover ahora
ficha a la izquierda, que en el tablero de ajedrez armado por el establishment político-financiero, ha
quedado en jaque.