Un ministro
francés, socialista, ha propuesto una poda del Code du Travail con el fin de favorecer el empleo; otro (ex)
ministro, socialista también, Pierre Joxe, le ha
parado los pies con fiereza. Los derechos del código, ha venido a decir, son
nuestra historia, son el patrimonio quintaesenciado de muchas luchas,
experiencias, vivencias, que han ido conformando nuestro modo de ser-en-el-mundo.
No solo no debe recortarse el código; ha de desarrollarse, crecer, ensancharse
como la estalactita que cristaliza gota a gota en la penumbra de una caverna; porque
los derechos que se han ido decantando a través del tiempo en el código, y en
la jurisprudencia que lo acompaña, garantizan la riqueza de formas y colores que
se desplegará en un futuro mejor.
El mismo tipo de
respuesta enérgica percibo en un texto reciente del maestro José Luis López Bulla (1), que viene a comentar con
retranca una reflexión de otro maestro, Umberto
Romagnoli, en el mismo sentido antes indicado. «Si vienen a por
nosotros, aquí les esperamos», sería el resumen orgulloso de las dos
intervenciones (las tres, si contamos la de Joxe).
Valiente patochada,
en efecto, la de promover el empleo por la vía de suprimir derechos y dejarlo
inerme a los pies del empleador. Lo inadecuado en la modernidad en que nos
movemos no son los derechos laborales, sociales y civiles de los trabajadores, sino
el tipo de empleo que hoy se está promoviendo. Empleo precario, empleo basura,
empleo sin cualidades, sin perspectiva ni futuro. Eso patrocinan las actuales reformas
laborales legisladas por los estados. ¿Es ese empleo el que se debe favorecer?
En el fondo de la
cuestión subyace la idea de la aceptación por parte de los estados de las leyes
“espontáneas” del mercado. Nada menos espontáneo, sin embargo, que tales leyes:
se trata de maximizar por cualquier medio
legal o ilegal los beneficios de los accionistas, los shareholders, a los que se considera propietarios exclusivos tanto de
los elementos materiales de la empresa, como de todos sus intangibles,
incluidos el logo, el prestigio de la marca, la cuota de mercado y, cómo no, las
técnicas desarrolladas por la empresa en beneficio de la producción (el llamado
know-how), y la fuerza de trabajo
pasada, presente y futura. Primero se eliminó todo propósito
unitario del trabajo mecánico en sí, reduciéndolo a un movimiento espasmódico, veloz
y fragmentado, que se sucede siempre igual a sí mismo a lo largo de la jornada.
Ahora se despoja de propósito unitario a largo plazo a la misma empresa, que
queda reducida a una ficha que los accionistas acuden a apostar en la ruleta
del gran casino del mercado global.
“Por cualquier medio
legal o ilegal”, he dejado escrito antes. En la literatura de la Escuela económica de Chicago la idea se expresa con toda
desenvoltura. Se trata de una cuestión de cálculo de probabilidades: si la previsión
prudente de multas o indemnizaciones por quebrantar las leyes sociales y
medioambientales en vigor tiene un monto inferior a los gastos de explotación
que se derivarían caso de ajustarse la empresa a tales leyes, el camino
preferible para los intereses del sujeto económico será sin duda tirar por el
camino de en medio y pagar llegado el caso la multa o indemnización
correspondiente.
En una visión
económica estratégica, tampoco las consideraciones de lesa humanidad son
atendibles. Así lo expresó el economista R.A. Posner en 2002, al conocerse las
torturas infligidas por la CIA y sus franquicias a los secuaces de Al Qaeda: «If the stakes are high enough, torture is permisible.»
(Si las apuestas son lo bastante altas, la tortura es permisible.)
Las “apuestas”
eran, no el peligro potencial para los habitantes de las ciudades amenazadas,
sino los intereses económicos de la nación, científicamente evaluados y
cuantificables hasta el último céntimo.
Desde este punto de
vista, la democracia es un estorbo para la economía, puesto que introduce
cortapisas que frenan la velocidad de crucero de los negocios. Lo mismo ocurre
con el derecho, y en particular con el derecho laboral. Los apóstoles del
mercado están dispuestos a transigir con la democracia, en la medida en que
esta les deje manos libres en relación con el mercado. También se ven capaces
de convivir con el derecho del trabajo y con el sindicalismo, como dos de esas
cargas que se soportan en la medida en que no se pueden evitar. Lo que niegan
con énfasis es que exista una prelación o prioridad de unos derechos sobre
otros. Los “míos” son tan buenos como los de cualquiera, y si atropello con mi
conducta algunos derechos ajenos, todo se reduce a una cuestión de arbitraje:
cuál es el valor de los derechos pisoteados, y cuáles son las formas y los
plazos para resarcirlos.
Esa es la lógica que
subyace en la negociación del TTIP, en la rapiña de las materias primas en
países del tercer mundo, en los derechos pesqueros sobre las ballenas y otras
especies, en la contaminación del medio ambiente bajo la ficción de que este es
infinitamente renovable.
El iuslaboralismo no debe variar sus valores, sus propósitos ni
su determinación de luchar por imponer la justicia, en este universo devastado;
tampoco el sindicalismo debe cejar en su empeño, por más que le resulte
imposible en la práctica abarcarlo todo.
Y ¿qué decir de los
estados, el florón de nuestra civilización, el mecanismo más perfecto que ha
desarrollado para la promoción de la igualdad y la distribución
eficaz de la riqueza social? Los estados, los gobiernos progresistas, deberían encabezar
la lucha de toda la sociedad contra el filibusterismo de las grandes
corporaciones y del capital financiero. Es una cuestión de supervivencia para
todos.