martes, 10 de noviembre de 2015

DEL DERECHO DEL TRABAJO AL TRABAJO SIN DERECHOS


Un ministro francés, socialista, ha propuesto una poda del Code du Travail con el fin de favorecer el empleo; otro (ex) ministro, socialista también, Pierre Joxe, le ha parado los pies con fiereza. Los derechos del código, ha venido a decir, son nuestra historia, son el patrimonio quintaesenciado de muchas luchas, experiencias, vivencias, que han ido conformando nuestro modo de ser-en-el-mundo. No solo no debe recortarse el código; ha de desarrollarse, crecer, ensancharse como la estalactita que cristaliza gota a gota en la penumbra de una caverna; porque los derechos que se han ido decantando a través del tiempo en el código, y en la jurisprudencia que lo acompaña, garantizan la riqueza de formas y colores que se desplegará en un futuro mejor.
El mismo tipo de respuesta enérgica percibo en un texto reciente del maestro José Luis López Bulla (1), que viene a comentar con retranca una reflexión de otro maestro, Umberto Romagnoli, en el mismo sentido antes indicado. «Si vienen a por nosotros, aquí les esperamos», sería el resumen orgulloso de las dos intervenciones (las tres, si contamos la de Joxe).
Valiente patochada, en efecto, la de promover el empleo por la vía de suprimir derechos y dejarlo inerme a los pies del empleador. Lo inadecuado en la modernidad en que nos movemos no son los derechos laborales, sociales y civiles de los trabajadores, sino el tipo de empleo que hoy se está promoviendo. Empleo precario, empleo basura, empleo sin cualidades, sin perspectiva ni futuro. Eso patrocinan las actuales reformas laborales legisladas por los estados. ¿Es ese empleo el que se debe favorecer?
En el fondo de la cuestión subyace la idea de la aceptación por parte de los estados de las leyes “espontáneas” del mercado. Nada menos espontáneo, sin embargo, que tales leyes: se trata de maximizar por cualquier medio legal o ilegal los beneficios de los accionistas, los shareholders, a los que se considera propietarios exclusivos tanto de los elementos materiales de la empresa, como de todos sus intangibles, incluidos el logo, el prestigio de la marca, la cuota de mercado y, cómo no, las técnicas desarrolladas por la empresa en beneficio de la producción (el llamado know-how), y la fuerza de trabajo pasada, presente y futura. Primero se eliminó todo propósito unitario del trabajo mecánico en sí, reduciéndolo a un movimiento espasmódico, veloz y fragmentado, que se sucede siempre igual a sí mismo a lo largo de la jornada. Ahora se despoja de propósito unitario a largo plazo a la misma empresa, que queda reducida a una ficha que los accionistas acuden a apostar en la ruleta del gran casino del mercado global.
“Por cualquier medio legal o ilegal”, he dejado escrito antes. En la literatura de la Escuela económica de Chicago la idea se expresa con toda desenvoltura. Se trata de una cuestión de cálculo de probabilidades: si la previsión prudente de multas o indemnizaciones por quebrantar las leyes sociales y medioambientales en vigor tiene un monto inferior a los gastos de explotación que se derivarían caso de ajustarse la empresa a tales leyes, el camino preferible para los intereses del sujeto económico será sin duda tirar por el camino de en medio y pagar llegado el caso la multa o indemnización correspondiente.
En una visión económica estratégica, tampoco las consideraciones de lesa humanidad son atendibles. Así lo expresó el economista R.A. Posner en 2002, al conocerse las torturas infligidas por la CIA y sus franquicias a los secuaces de Al Qaeda: «If the stakes are high enough, torture is permisible.» (Si las apuestas son lo bastante altas, la tortura es permisible.)
Las “apuestas” eran, no el peligro potencial para los habitantes de las ciudades amenazadas, sino los intereses económicos de la nación, científicamente evaluados y cuantificables hasta el último céntimo.
Desde este punto de vista, la democracia es un estorbo para la economía, puesto que introduce cortapisas que frenan la velocidad de crucero de los negocios. Lo mismo ocurre con el derecho, y en particular con el derecho laboral. Los apóstoles del mercado están dispuestos a transigir con la democracia, en la medida en que esta les deje manos libres en relación con el mercado. También se ven capaces de convivir con el derecho del trabajo y con el sindicalismo, como dos de esas cargas que se soportan en la medida en que no se pueden evitar. Lo que niegan con énfasis es que exista una prelación o prioridad de unos derechos sobre otros. Los “míos” son tan buenos como los de cualquiera, y si atropello con mi conducta algunos derechos ajenos, todo se reduce a una cuestión de arbitraje: cuál es el valor de los derechos pisoteados, y cuáles son las formas y los plazos para resarcirlos.
Esa es la lógica que subyace en la negociación del TTIP, en la rapiña de las materias primas en países del tercer mundo, en los derechos pesqueros sobre las ballenas y otras especies, en la contaminación del medio ambiente bajo la ficción de que este es infinitamente renovable.
El iuslaboralismo  no debe variar sus valores, sus propósitos ni su determinación de luchar por imponer la justicia, en este universo devastado; tampoco el sindicalismo debe cejar en su empeño, por más que le resulte imposible en la práctica abarcarlo todo.
Y ¿qué decir de los estados, el florón de nuestra civilización, el mecanismo más perfecto que ha desarrollado para la promoción de la igualdad y la distribución eficaz de la riqueza social? Los estados, los gobiernos progresistas, deberían encabezar la lucha de toda la sociedad contra el filibusterismo de las grandes corporaciones y del capital financiero. Es una cuestión de supervivencia para todos.