Una recomendación
de lectura para quienes desean desconectar de los sobresaltos de una actualidad
inclinada a ilustrar en plan aguafuerte goyesco los desastres del numantinismo político,
antes (España) y después (Cataluña) de unas elecciones celebradas a cara de
perro.
Lean La puerta de los ángeles, de Penélope
Fitzgerald, de aparición reciente en Impedimenta, traducida por Jon Bilbao.
Penélope
Fitzgerald, apellido de casada (el suyo original era Knox), empezó a escribir
tarde, ya sesentona, en 1977. Antes no había tenido tiempo, empeñada en multitud
de aventuras personales (matrimonio, maternidad), políticas (siempre en la
izquierda), editoriales y empresariales (fue propietaria y gerente de una pequeña
librería). Después de contar unas cuantas cosas sobre su propia vida, en
títulos como A la deriva o La librería, empezó a cultivar una
novela histórica muy, muy sui generis. La
puerta de los ángeles apareció en 1990, cuando su autora tenía 74 años
cumplidos, y novela el momento de la irrupción del feminismo – en su variante
inicial de sufragismo – en la Gran Bretaña, en 1912, poco tiempo antes de que
toda una generación de jóvenes varones se viera sometida a la ordalía de la
guerra de trincheras en el continente.
El mecanismo de la
narración es el de una comedia clásica en la que chico encuentra a chica. Pero
los protagonistas son peculiares. Él, Fred Fairly, hijo de un pastor y educado
por una madre y tres hermanas solícitas, es profesor de Física Aplicada en un college de Cambridge, St. Angelicus,
fundado por Benedicto XIII, el papa o antipapa Luna. St. Angelicus es una
fortaleza de machismo residual. Sobre el dintel de la fachada se inscribe en
piedra la famosa frase de rechazo de su fundador, cuando el emperador y el rey
de Aragón le pedían su abdicación para dar un final digno al tremendo cisma de
Occidente: «Estoy en mis trece», es decir, en el orden numérico correspondiente
entre los pontífices de nombre Benedicto. En el recinto del colegio no se admitía,
según los estatutos seculares, la entrada bajo ningún concepto de mujeres ni de
animal alguno de sexo femenino. Los miembros del claustro colegial tenían a orgullo
(pero sin saber muy bien a orgullo de qué) la norma taxativa de la exclusión de
género. Y a pesar de no ser ni papistas ni hispanistas («Figúrense si España es
un país atrasado, dice uno de ellos, que ponen patata troceada en la
tortilla»), son los únicos defensores en el mundo de la legitimidad del
pontificado de Pedro de Luna. Quien fundó una institución como St. Angelicus
hubo de ser necesariamente un gran papa. Fred Fairly ni comparte ni rechaza
estos puntos de vista; pero St. Angelicus es el único lugar donde le han
ofrecido un trabajo al concluir la carrera universitaria.
Del otro lado,
Daisy Saunders es una trabajadora joven que ha decidido prescindir de varón en
todos los aspectos de su vida práctica. Ya ha tenido demasiados varones encima,
en el trayecto del tranvía abarrotado en el que se traslada al centro de Londres para
trabajar. A pesar de acorazarse con toda clase de prendas bien abrochadas y
sujetas con imperdibles de refuerzo, no puede evitar la sensación al apearse de
haber sido concienzudamente sobada y manoseada en cada pulgada cuadrada de su
piel por una legión de furtivos aprovechados de las aglomeraciones. Ya ha
perdido dos empleos por negarse a tener con sus jefes las bondades que le
solicitaban, y solo ha encontrado trabajo, duro y desagradecido, como auxiliar de
enfermería en un hospital.
El encuentro entre
los dos jóvenes tampoco es banal. Se conocen compartiendo una cama desconocida,
desnudos bajo las sábanas. Lo que ha ocurrido es que transitaban en
bicicleta el uno detrás de la otra por una carretera de las afueras de
Cambridge cuando una carreta, sin control por un caballo desbocado, los
atropelló. Una vecina del lugar los recogió sin sentido de la cuneta y,
creyéndolos marido y mujer, los desnudó y acostó a la espera de que una
ambulancia los trasladara al hospital. Dolly se despierta con una pregunta: «¿Dónde
está mi bicicleta?» La ha alquilado, y si se retrasa en devolverla le costará
un dineral. Fred se muestra caballeroso: «¿Quiere que vaya a buscarla? Lamento
decirle que no llevo nada puesto. De no ser así, creo que podría levantarme.» Y
ella: «No se preocupe por su ropa. He visto a cientos de hombres desnudos.»
Un romance iniciado
en condiciones tan extremas tiene pocas posibilidades de prosperar. Pero todo
es posible en una época de cambios profundos, si varones y mujeres se avienen a
la opción casi heroica de tomar nota recíprocamente de su existencia y valorarse
en consonancia.