Se anuncian
manifestaciones contra la guerra. La guerra, una vez más. ¿Hay alguna forma humana
de frenar el sospechoso celo de las cancillerías en promover una nueva cruzada
contra un nuevo infiel? Hollande y Putin se han hecho el selfie juntos, sin
aparcar no obstante sus diferencias sobre Assad; Merkel, Obama y Renzi implementan
los oportunos estadillos de hombres y de material, y clavan más banderitas de bases
aéreas aliadas en el mapa. Mariano Rajoy responde a la gallega de momento, pero
da buenas esperanzas de contribuir con ayudas tangibles a la escalada bélica una
vez pasada la ordalía del 20 de diciembre (Dios mío, ¿seguirá habiendo algo que
escalar en Siria después del 20D?)
Vuelve a insistirse
desde los medios informativos en la perfecta seguridad de que gozará durante
los bombardeos la población civil inocente, gracias a la selección cuidadosa de
los objetivos militares y a la puntería infalible de las bombas inteligentes
(ese oxímoron). Pero a las pruebas nos remitimos: la penúltima, aquel hospital
afgano de Médicos Sin Fronteras.
¿Y qué?, dirá sin
duda la Opinión. Una cruzada no es asunto para tiquismiquis. La tónica en estos
asuntos la dio hace ya algunos siglos Simón de Montfort después de tomar
Béziers, aquel nido de albigenses. Sus capitanes le preguntaron cómo debían
comportarse con la población. Todos tenían el mismo aspecto, cómo distinguir entonces
a los buenos cristianos de los herejes redomados. «Matadlos a todos, Dios
reconocerá a los suyos», fue la respuesta. El precedente creado por tal
sentencia ha seguido vigente en la jurisprudencia de los tribunales
internacionales para todas las cruzadas y en contra de todas las fes.
Las grandes gestas
derivan por lo general en baños de sangre. Les ocurre a los cruzados como a las
mesnadas de Mio Cid, según nos cuenta el Cantar: tanta carne moruna sajaban las
espadas en su ir y venir, que la sangre les chorreaba por el brazo: «Por el
braço ayuso la sangre destellando.»
Vistas desde una perspectiva
histórica, es decir templada, tantas matanzas han venido a tener un efecto
contraproducente. Los romanos se empeñaron hace veintiún siglos en acabar con
la chusma de adictos a una nueva secta judaica, hicieron sus correspondientes
redadas policiales en los chamizos de los suburbios miserables de la capital
del imperio, y mandaron a los convictos al circo, para alimento de leones y
disfrute de un público selecto. La patrística ha legado a la posteridad el
resultado de una práctica tan higiénica y de buen tono, con una fórmula
inapelable: «La sangre de los mártires es semilla de nuevos conversos.»
No aprendemos nada
de la historia.