viernes, 27 de noviembre de 2015

LA SANGRE DESTELLANDO


Se anuncian manifestaciones contra la guerra. La guerra, una vez más. ¿Hay alguna forma humana de frenar el sospechoso celo de las cancillerías en promover una nueva cruzada contra un nuevo infiel? Hollande y Putin se han hecho el selfie juntos, sin aparcar no obstante sus diferencias sobre Assad; Merkel, Obama y Renzi implementan los oportunos estadillos de hombres y de material, y clavan más banderitas de bases aéreas aliadas en el mapa. Mariano Rajoy responde a la gallega de momento, pero da buenas esperanzas de contribuir con ayudas tangibles a la escalada bélica una vez pasada la ordalía del 20 de diciembre (Dios mío, ¿seguirá habiendo algo que escalar en Siria después del 20D?)
Vuelve a insistirse desde los medios informativos en la perfecta seguridad de que gozará durante los bombardeos la población civil inocente, gracias a la selección cuidadosa de los objetivos militares y a la puntería infalible de las bombas inteligentes (ese oxímoron). Pero a las pruebas nos remitimos: la penúltima, aquel hospital afgano de Médicos Sin Fronteras.
¿Y qué?, dirá sin duda la Opinión. Una cruzada no es asunto para tiquismiquis. La tónica en estos asuntos la dio hace ya algunos siglos Simón de Montfort después de tomar Béziers, aquel nido de albigenses. Sus capitanes le preguntaron cómo debían comportarse con la población. Todos tenían el mismo aspecto, cómo distinguir entonces a los buenos cristianos de los herejes redomados. «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», fue la respuesta. El precedente creado por tal sentencia ha seguido vigente en la jurisprudencia de los tribunales internacionales para todas las cruzadas y en contra de todas las fes.
Las grandes gestas derivan por lo general en baños de sangre. Les ocurre a los cruzados como a las mesnadas de Mio Cid, según nos cuenta el Cantar: tanta carne moruna sajaban las espadas en su ir y venir, que la sangre les chorreaba por el brazo: «Por el braço ayuso la sangre destellando.»
Vistas desde una perspectiva histórica, es decir templada, tantas matanzas han venido a tener un efecto contraproducente. Los romanos se empeñaron hace veintiún siglos en acabar con la chusma de adictos a una nueva secta judaica, hicieron sus correspondientes redadas policiales en los chamizos de los suburbios miserables de la capital del imperio, y mandaron a los convictos al circo, para alimento de leones y disfrute de un público selecto. La patrística ha legado a la posteridad el resultado de una práctica tan higiénica y de buen tono, con una fórmula inapelable: «La sangre de los mártires es semilla de nuevos conversos.»
No aprendemos nada de la historia.