Claro que sí, las
cosas también tienen memoria, unas veces más transparente, otras menos, y es
posible reconstruirla si se utilizan las herramientas adecuadas. La piedra de
un fósil guarda después de cientos de miles de años los trazos del ser vivo que
fue, del mismo modo que una cuneta, en la revuelta de una carretera vecinal,
puede revelar, pasados los fastos del olvido histórico sistemático, los nombres
y las circunstancias de las personas enterradas sumariamente en ella después de
ser baleadas.
Las cosas tienen su
propia memoria. El carbono 14 precisa la edad de yacimientos prehistóricos que afloran
bajo capas y más capas de residuos y aluviones para hablarnos de la vida
material y las costumbres de grupos humanos de los que no queda ningún otro
rastro sobre la tierra. Técnicas radiográficas sofisticadas descubren, debajo
de la grupa de un corcel pintado de mano maestra, el esbozo del gesto agresivo
de un soldado que ocupó anteriormente ese mismo lugar en la composición del
cuadro de batalla. Y como los pergaminos antiguos se rascaban de vez en cuando
para poder ser reutilizados, es posible hoy redescubrir hasta cuatro o cinco
capas sucesivas de escritura (“palimpsestos”) en un único soporte.
La memoria de las
cosas nos proporciona una perspectiva larga acerca de quiénes somos y de dónde
venimos. A veces esta información no gusta a los propietarios actuales de cosas
que resultan estar repletas de una memoria histórica que reclama a gritos un
respeto mayor que aquel con el que son tratadas.
Leo en la prensa
las protestas de expertos por el descuido con el que se tratan espacios de la
catedral de Córdoba no relacionados con el culto actual que se practica en
ella. Por poner un ejemplo palpable y patente, se han acondicionado al parecer
unos aseos para visitantes en la zona contigua a lo que fue el mihrab, el punto
en el que confluían las miradas y las posiciones de los orantes por indicar la
dirección de la Meca.
La catedral de
Córdoba es un recinto que, por todas las costuras de su construcción y de su
disposición, revela su anterior condición de mezquita califal de los omeyas,
baricentro como quien dice de toda una civilización tan rica y tan hispánica
como la actual por lo menos, con todos los ADNs y los documentos de identidad
en regla. Negar su condición anterior de mezquita es negar la historia misma de
España, a menos que se quiera reducir la historia de España a una de sus
componentes religiosas mayoritarias. El ingrediente musulmán, el judío, y no
hablemos ya de otras creencias religiosas más minoritarias, como las de los
cátaros, los luteranos o los masones, tienden a ser considerados por la ortodoxia
oficial, que aún subsiste a pesar de todas las constituciones, como anécdotas foráneas,
extrañas a las esencias del pueblo y de la raza, “heterodoxas” en la fina
definición de don Marcelino Menéndez Pelayo.
Si no tomamos como
punto de partida el respeto a la historia completa del país, incluidos en él
todos sus habitantes heterogéneos u heterodoxos, no resolveremos de forma
adecuada ni las viejas contradicciones ni las nuevas. Albert Rivera (C’s) ha
hablado recientemente de la memoria histórica con un irrespeto tan burlón como
Pablo Casado (PP), que llamó “carcas” a quienes la reclaman. Va a ser que lo
moderno es disolver a los demócratas a hisopazos.