miércoles, 4 de noviembre de 2015

LA MEMORIA DE LAS COSAS


Claro que sí, las cosas también tienen memoria, unas veces más transparente, otras menos, y es posible reconstruirla si se utilizan las herramientas adecuadas. La piedra de un fósil guarda después de cientos de miles de años los trazos del ser vivo que fue, del mismo modo que una cuneta, en la revuelta de una carretera vecinal, puede revelar, pasados los fastos del olvido histórico sistemático, los nombres y las circunstancias de las personas enterradas sumariamente en ella después de ser baleadas.
Las cosas tienen su propia memoria. El carbono 14 precisa la edad de yacimientos prehistóricos que afloran bajo capas y más capas de residuos y aluviones para hablarnos de la vida material y las costumbres de grupos humanos de los que no queda ningún otro rastro sobre la tierra. Técnicas radiográficas sofisticadas descubren, debajo de la grupa de un corcel pintado de mano maestra, el esbozo del gesto agresivo de un soldado que ocupó anteriormente ese mismo lugar en la composición del cuadro de batalla. Y como los pergaminos antiguos se rascaban de vez en cuando para poder ser reutilizados, es posible hoy redescubrir hasta cuatro o cinco capas sucesivas de escritura (“palimpsestos”) en un único soporte.
La memoria de las cosas nos proporciona una perspectiva larga acerca de quiénes somos y de dónde venimos. A veces esta información no gusta a los propietarios actuales de cosas que resultan estar repletas de una memoria histórica que reclama a gritos un respeto mayor que aquel con el que son tratadas.
Leo en la prensa las protestas de expertos por el descuido con el que se tratan espacios de la catedral de Córdoba no relacionados con el culto actual que se practica en ella. Por poner un ejemplo palpable y patente, se han acondicionado al parecer unos aseos para visitantes en la zona contigua a lo que fue el mihrab, el punto en el que confluían las miradas y las posiciones de los orantes por indicar la dirección de la Meca.
La catedral de Córdoba es un recinto que, por todas las costuras de su construcción y de su disposición, revela su anterior condición de mezquita califal de los omeyas, baricentro como quien dice de toda una civilización tan rica y tan hispánica como la actual por lo menos, con todos los ADNs y los documentos de identidad en regla. Negar su condición anterior de mezquita es negar la historia misma de España, a menos que se quiera reducir la historia de España a una de sus componentes religiosas mayoritarias. El ingrediente musulmán, el judío, y no hablemos ya de otras creencias religiosas más minoritarias, como las de los cátaros, los luteranos o los masones, tienden a ser considerados por la ortodoxia oficial, que aún subsiste a pesar de todas las constituciones, como anécdotas foráneas, extrañas a las esencias del pueblo y de la raza, “heterodoxas” en la fina definición de don Marcelino Menéndez Pelayo.
Si no tomamos como punto de partida el respeto a la historia completa del país, incluidos en él todos sus habitantes heterogéneos u heterodoxos, no resolveremos de forma adecuada ni las viejas contradicciones ni las nuevas. Albert Rivera (C’s) ha hablado recientemente de la memoria histórica con un irrespeto tan burlón como Pablo Casado (PP), que llamó “carcas” a quienes la reclaman. Va a ser que lo moderno es disolver a los demócratas a hisopazos.