jueves, 12 de noviembre de 2015

¿QUÉ HA SIDO DE LA OFERTA Y LA DEMANDA?


El “mercado” se ha convertido en ley, en nuestros días. La ley del mercado es superior, se nos dice, a la voluntad democrática, porque se ajusta al diapasón de un orden natural en el que todas las cosas humanas se encaminan espontáneamente a su perfección, entendiendo por tal el encaje en una súper programación cibernética que define las expectativas y los objetivos a cubrir por parte de todos los actores económicos en liza. La economía es, entonces, la nueva ciencia de la vida, y todas las demás tienen el carácter de ancillae oeconomiae, siervas de la economía, porque no hay vida fuera de esta, y todo aquello que carece de valor económico (para expresarlo con más precisión, lo que carece de un “precio de mercado”) sencillamente no existe.
Pero en esta doctrina, que se quiere imponer como dogma definitivo a toda la humanidad globalizada, no se define con claridad cuáles son los mandamientos de la nueva ley, y los preceptos del orden neo-neotestamentario se envuelven en un misterio que desafía el de la Santísima Trinidad. Necesse est obedecer los mandatos del mercado, sí, pero ¿qué mandatos?
La libre competencia, por poner el primer ejemplo que se me ocurre, queda bastante malparada cuando las grandes corporaciones, las llamadas majors, imponen sus condiciones para invertir en terceros países. Las condiciones en cuestión (véase el TTIP) incluyen, no solo una fiscalidad “amigable”, sino cosas tales como las restricciones a la acción de los sindicatos, y la remoción de preceptos estatales relacionados con la contaminación, la salud y la higiene pública.
Y si nos fijamos en otra de las banderas tradicionales del libre mercado, ¿qué ha sido de la oferta y la demanda? Esto es lo que nos dice André Orléan (L’Empire de la Valeur. Refonder l’économie. París, Le Seuil, 2011, p. 307): «Lo propio de los mercados financieros es que la ley de la oferta y la demanda no funciona, porque la posición de cada operador varía, de modo que tan pronto es comprador como vendedor, y especula, no sobre el valor de los bienes, sino sobre el que les conceden el resto de los operadores. De modo que el “precio de mercado” ya no es la expresión de un valor definido por encima de los juegos de los comerciantes, sino una creación sui generis de la comunidad financiera en busca de liquidez.»
El precio de un bien económico responde entonces, no a un criterio fijo e inamovible, sobre el que pueden fundarse cálculos sólidos, sino a las vicisitudes cambiantes derivadas del conchabeo de los operadores económicos. Y con el valor de las empresas ocurre otro tanto gracias a la flexibilización de las antes estrictas normas de contabilidad, que podían dar con los huesos de un empresario en la cárcel si no las seguía de forma escrupulosa, y que ahora funcionan según los alegres criterios de una alquimia llamada «contabilidad creativa», capaz de convertir el plomo en oro esta temporada, y revertir el oro en plomo la temporada siguiente.
De modo que la ley ineluctable de los mercados viene a plantearse como una versión “aggiornada” del retablo de las maravillas cervantino. Estamos obligados a creer en ella so pena de vernos señalados con el dedo, como analfabetos incurables, por gentes de mucha prosapia y distinción.
Pero sus explicaciones son lo suficientemente confusas como para hacernos dudar. Una situación parecida se describía en un chiste de Eugenio, que les recuerdo para el caso improbable de que no lo conozcan. Un hombre colgado de una rama sobre un precipicio pide socorro, y una voz de ultratumba, que se presenta a sí misma como Dios omnipotente, le pide que se suelte y se deje caer al fondo porque los ángeles lo retendrán con la vibración de sus alas y lo depositarán sano y salvo en el suelo. Y dice el hombre:
– Vale, ¿hay alguien más?