El “mercado” se ha
convertido en ley, en nuestros días. La ley del mercado es superior, se nos
dice, a la voluntad democrática, porque se ajusta al diapasón de un orden
natural en el que todas las cosas humanas se encaminan espontáneamente a su perfección,
entendiendo por tal el encaje en una súper programación cibernética que define
las expectativas y los objetivos a cubrir por parte de todos los actores económicos
en liza. La economía es, entonces, la nueva ciencia de la vida, y todas las
demás tienen el carácter de ancillae
oeconomiae, siervas de la economía, porque no hay vida fuera de esta, y
todo aquello que carece de valor económico (para expresarlo con más precisión, lo
que carece de un “precio de mercado”) sencillamente no existe.
Pero en esta
doctrina, que se quiere imponer como dogma definitivo a toda la humanidad globalizada,
no se define con claridad cuáles son los mandamientos de la nueva ley, y los
preceptos del orden neo-neotestamentario
se envuelven en un misterio que desafía el de la Santísima Trinidad. Necesse est obedecer los mandatos del
mercado, sí, pero ¿qué mandatos?
La libre
competencia, por poner el primer ejemplo que se me ocurre, queda bastante malparada
cuando las grandes corporaciones, las llamadas majors, imponen sus condiciones para invertir en terceros países. Las
condiciones en cuestión (véase el TTIP) incluyen, no solo una fiscalidad “amigable”,
sino cosas tales como las restricciones a la acción de los sindicatos, y la remoción
de preceptos estatales relacionados con la contaminación, la salud y la higiene
pública.
Y si nos fijamos en
otra de las banderas tradicionales del libre mercado, ¿qué ha sido de la oferta
y la demanda? Esto es lo que nos dice André Orléan (L’Empire de la Valeur. Refonder l’économie. París, Le Seuil, 2011,
p. 307): «Lo propio de los mercados financieros es que la ley de la oferta y la
demanda no funciona, porque la posición de cada operador varía, de modo que tan
pronto es comprador como vendedor, y especula, no sobre el valor de los bienes,
sino sobre el que les conceden el resto de los operadores. De modo que el “precio
de mercado” ya no es la expresión de un valor definido por encima de los juegos
de los comerciantes, sino una creación sui
generis de la comunidad financiera en busca de liquidez.»
El precio de un
bien económico responde entonces, no a un criterio fijo e inamovible, sobre el
que pueden fundarse cálculos sólidos, sino a las vicisitudes cambiantes derivadas
del conchabeo de los operadores económicos. Y con el valor de las empresas
ocurre otro tanto gracias a la flexibilización de las antes estrictas normas de
contabilidad, que podían dar con los huesos de un empresario en la cárcel si no
las seguía de forma escrupulosa, y que ahora funcionan según los alegres
criterios de una alquimia llamada «contabilidad creativa», capaz de convertir el
plomo en oro esta temporada, y revertir el oro en plomo la temporada siguiente.
De modo que la ley
ineluctable de los mercados viene a plantearse como una versión “aggiornada”
del retablo de las maravillas cervantino. Estamos obligados a creer en ella so
pena de vernos señalados con el dedo, como analfabetos incurables, por gentes de
mucha prosapia y distinción.
Pero sus
explicaciones son lo suficientemente confusas como para hacernos dudar. Una
situación parecida se describía en un chiste de Eugenio, que les recuerdo para el
caso improbable de que no lo conozcan. Un hombre colgado de una rama sobre un
precipicio pide socorro, y una voz de ultratumba, que se presenta a sí misma
como Dios omnipotente, le pide que se suelte y se deje caer al fondo porque los
ángeles lo retendrán con la vibración de sus alas y lo depositarán sano y salvo
en el suelo. Y dice el hombre:
– Vale, ¿hay
alguien más?