La asombrosa
peripecia del llamado procès catalán
desde la nada hasta las cimas de la miseria infinita, ha cubierto una nueva
etapa con la asamblea de la CUP en Manresa y la enésima negativa a investir a Artur Mas como president de la Generalitat. No hay
novedad por ese flanco. Todas las opciones siguen abiertas, ha dicho Antonio Baños, y habrá que seguir negociando.
No todas las
opciones siguen abiertas, sin embargo. Solo queda en pie la incógnita de la
presidencia, pero la epopeya de tot un
poble en pos de la libertad ha escrito ya su último capítulo.
En los libros de
teoría política se define el populismo a partir de la aparición de una clave transversal
que cortocircuita el eje derechas/izquierdas como relato de la acción política y
lo sustituye por un ideal simplificador, con un gran atractivo de masas, que se
coloca en primer plano para erigirlo en proyecto unificador de las distintas
capas sociales y de sus expectativas. Ernesto Laclau
estudió el fenómeno a partir del peronismo en Argentina, y Pablo Iglesias armó un proyecto en nuestro país basado
en la oposición, no entre la derecha y la izquierda, sino entre la casta y la
gente.
Parece, sin
embargo, que en el trayecto hacia las elecciones le ha robado la cartera un mozalbete
capaz como él de dominar la escena mediática y que presenta un discurso
igualmente simplista, pero inequívocamente de derechas. De derechas “modernas”,
entiéndase por tal apelativo lo que se quiera entender. El transversalismo
atrápalo-todo ha mostrado unas limitaciones claras. A pesar de la ambigüedad
del programa que esgrimía, sus votantes y sobre todo sus adversarios han
acabado por confinar a Podemos en el territorio bien conocido y acotado de la
izquierda política.
Mientras tanto, el
tremendo impulso populista arrancado desde algunas organizaciones de la llamada
sociedad civil catalana, ha llevado la aspiración a la independencia al punto
máximo que podía alcanzar el transversalismo como principio motor de la
política. El derecho a decidir ha sido aceptado unánimemente. El Estat propi es harina de otro costal,
porque un Estado no es un envoltorio, una senyera
estelada, sino un complejo de contenidos. Y es inevitable que, al discutir esos
contenidos, afloren las contradicciones aparcadas y los conflictos ocultados apresuradamente
bajo la alfombra. Estaba cantado que Andreu Mas-Colell
y Anna Gabriel no coincidirían en nada, la cosa
no se remedia con un reparto equitativo de consejerías, o de ministerios en un
flamante Estado virtual.
¿De qué nos
extrañamos, entonces, y por qué se acusa a la CUP de frustrar un sueño
compartido por todo un país? La CUP está tratando de concretar su propio sueño
de país, el que ha refrendado en las urnas el voto que la legitima. La CUP
nunca ha estado “junta por el sí”. Si esa realidad, patente, no travestida en
ningún momento a lo largo de todo el procès,
ha sido pasada por alto o minimizada por los pilotos y los contramaestres del
viaje a Ítaca, está suficientemente claro quién tiene la culpa principal del
desaguisado que ahora se está poniendo de manifiesto.
Tiende a omitirse,
o a olvidarse, la pluralidad de Cataluña, el carácter profundamente mestizo del
país concreto. Un país calificado de “rico” desde una perspectiva
macroeconómica comparativa, pero no hay mentira más grande que la
macroeconómica. Cataluña está atravesada por desigualdades hirientes, por
conflictos abiertos y por un muy intenso malestar de fondo. Vean ustedes el
mapa de la intención de voto en las elecciones generales, que aparece hoy en La
Vanguardia. Ni hay unanimidad, ni hay hegemonía. La solución del puzle catalán
no llegará de la próxima asamblea de la CUP. Tampoco, conviene aclarar, de una
hipotética reforma de la Constitución española. La ley no arregla nada de por
sí, su virtud es en todo caso la de dar forma jurídica a un arreglo social ampliamente
consensuado, al que se ha llegado previamente.