sábado, 21 de noviembre de 2015

APUNTES SOBRE TECNOLOGÍA Y EMPLEO


Algunas opiniones culpan de los actuales índices desaforados de desempleo a la revolución tecnológica derivada de la introducción masiva en los procesos productivos de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC).
 Es cierto que nos encontramos bajo un nuevo paradigma en lo que respecta al modo de producción en los países avanzados. Los mandamientos fundamentales del paradigma anterior, el fordismo, han quedado ampliamente obsoletos. Recordemos cuáles eran esos mandamientos: producción concentrada en grandes unidades fabriles; mecanización y fragmentación de las tareas; jerarquización extrema del proceso mediante una cadena de mando que operaba desde presupuestos “científicos” y una fuerza de trabajo rígidamente subordinada, indiferenciada y “fungible” en el sentido de la posibilidad de reemplazo inmediato de cualquiera de sus unidades sin merma de la productividad del conjunto. Y como contrapartida, estabilidad en el empleo, salarios relativamente altos, compensaciones extrasalariales importantes (guarderías, campos de deportes, comedores, economatos, patronatos de viviendas), y protagonismo destacado de los sindicatos en la determinación de las condiciones de trabajo, en particular en los temas de salario, jornada, seguridad e higiene y formación permanente.
No es el nuevo escalón tecnológico, sin embargo, el responsable del desastre ocurrido en la situación actual del empleo, cuando el conjunto asalariado ha quedado dividido en tres grandes porciones más o menos equivalentes desde el punto de vista numérico: quienes tienen empleo estable, quienes forman parte del precariado y quienes han quedado excluidos de forma más o menos definitiva del “mercado de trabajo” (mayoritariamente mujeres y jóvenes marginados del aprendizaje de las nuevas técnicas).
Existe sin duda una relación entre los dos fenómenos, pero no es tan directa como podría suponerse. Hay por lo menos otros dos factores principales a considerar: uno de orden ideológico, el ultraliberalismo que desplazó desde el Estado al Mercado el centro de gravedad de la organización normativa del mundo contemporáneo; el otro, de orden geopolítico, el colapso de la superpotencia soviética con la caída de cuantos muros y telones de acero señalaban los límites de dos esferas de influencia distintas, de tal modo que pudo nacer y concretarse la idea, antes inconcebible, de un mercado global.
Se dio una simultaneidad sorprendente de los tres procesos citados. Simultaneidad relativa, claro. En el nivel tecnológico, la primera interconexión entre dos computadoras tuvo lugar, en Estados Unidos, en el año 1969, pero la entrada en el dominio público de la WorlWide Web (www), el internet en la forma en que hoy lo conocemos, data de 1993. Exactamente, del día 30 de abril. En el nivel ideológico, Thatcher y Reagan empezaron a cuestionar el mantenimiento de unos derechos sociales consolidados y a promover la desregulación de los mercados de trabajo ya en los años setenta, pero sus ideas no tuvieron un impacto apreciable en la legislación de los países comunitarios europeos hasta las postrimerías del siglo XX. Ni que decir tiene que para entonces el hemisferio llamémosle occidental había asimilado ya plenamente el impacto de la implosión y posterior derrumbe de la URSS, con la sensación concomitante de que, desaparecidas las grandes fronteras geoestratégicas, todo era ahora posible en un mundo global.
La forma en que las culminaciones de los tres procesos, diferenciados por su origen, su naturaleza y su trayectoria histórica, vinieron a coincidir en unos años precisos, supuso una aceleración extraordinaria de la dinámica de la globalización, que avasalló literalmente los frenos y los contrapesos que las legislaciones estatales o internacionales podían oponer a su galope desbocado. La rapidez fulminante de su victoria ha hecho sospechar a los adeptos de la teoría de la conspiración que una “eminencia gris” maquiavélica tiró de los hilos correspondientes y puso en marcha todo el complejo tinglado. Yo no lo creo. Contra la teoría de que los think tanks del capitalismo se comportan como un maestro de ajedrez, que sacrifica una pieza con la intención de dar jaque mate siete jugadas más adelante, entiendo que su actitud se parece más a la del jugador de póquer que, cuando la suerte pone en sus manos una buena baza, apuesta tan fuerte como le permiten sus posibilidades.
Las oportunidades surgidas de la nueva instantaneidad de la información y las comunicaciones, y de la génesis de un mercado global (mercado de mercancías, mercado financiero, de futuros, y mercado de trabajo también) que traspasa con nitidez las fronteras estatales, ha conducido a la financiarización de la economía y a una burbuja financiera correlativa de proporciones inmensas. La burbuja estalló en 2008, pero las ideas de la financiarización y la globalización siguen en pie, con repercusiones graves en el empleo, tales como la deslocalización de unidades productivas en busca de lugares donde la legislación social es más “permisiva”, o la externalización de tareas por parte de la empresa-madre hacia otras subcontratadas o hacia falsos autónomos, rompiendo la unidad de propósito y la proporción en los niveles de retribución entre unos y otros componentes de lo que en tiempos había sido una plantilla única y ahora es un conglomerado de situaciones diferentes y, colmo de la desgracia, con frecuencia enfrentadas entre ellas.
La enumeración de desafueros cometidos en el mundo del trabajo subordinado en nombre de la libertad de empresa en un mundo globalizado podría seguir indefinidamente. Se les puede hacer frente, sin embargo, desde una recomposición de los instrumentos jurídicos de los que están dotados los Estados democráticos y las instituciones internacionales, estas últimas no tan democráticas (en ocasiones, nada en absoluto). Para ello será necesario, en un momento de un gran desconcierto como es el actual, luchar por la idea de un orden internacional justo, basado en la equidad en los intercambios, y capaz de arrebatar la hegemonía intelectual a ese mítico 1% de la humanidad (probablemente no llegue a tanto) que acapara la parte del león de la riqueza mundial.
Pero esa es solamente una parte de la cuestión referida a las nuevas tecnologías y el empleo. La otra parte es menos visible y más difícil de remediar. El nuevo paradigma de la producción implica un trabajo de calidad, con mayor valor añadido incorporado. Es susceptible de proporcionar a los trabajadores asalariados una esfera más amplia de autonomía y de decisión, una responsabilidad nueva frente al producto que elaboran. Estas potencialidades están siendo ignoradas en una parte, y en otra parte desviadas hacia una “programación” del trabajador con el fin de obligarlo a reaccionar de forma instantánea (online) ante unos cambios de situación muy complejos que se suceden a velocidades vertiginosas. En lugar de una liberación de las ataduras del trabajo mecanizado y fragmentado, que era la característica de la fábrica fordista, lo que encuentra el trabajador de la era cibernética es una carrera de obstáculos que nunca culmina ni tiene final, y en la que consume todas sus energías sin disponer de un descanso adecuado (los horarios de trabajo son cada vez más gelatinosos e invasores), enterrando sus opciones de vida personal, y poniendo en peligro su equilibrio mental (el estrés, la depresión y las neurosis han entrado en este siglo por primera vez en el catálogo de riesgos laborales).
El sindicalista y pensador italiano Bruno Trentin fue uno de los primeros en advertir de la ambivalencia de las nuevas tecnologías, su potencial liberador de una parte, pero también el peligro de que comporten una esclavitud más profunda y rigurosa del trabajo heterodirigido. Trentin fue más lejos, al señalar como un error político fundamental de la izquierda, tanto de la “reformista” como de la “revolucionaria”, el haber aceptado, considerándola un elemento positivo, la “organización científica” del trabajo propuesta por el fordismo-taylorismo. Su tesis, que no ha tenido en la esfera de la política el eco que merecía, es que la izquierda – cuando menos – debe repensar el problema del trabajo para situarlo en el seno de la sociedad como una extensión natural de la personalidad y como un contenido esencial del ámbito de la libertad, más importante y significativo que el del poder político. Sobre Trentin y sobre el tema del trabajo en concreto son ya recurrentes las intervenciones en este blog y las que en el suyo ha ido desgranando José Luis López Bulla, traductor y comentarista significado de Trentin en nuestro entorno. Por lo que dispenso al lector de mayores precisiones.