Algunas opiniones
culpan de los actuales índices desaforados de desempleo a la revolución
tecnológica derivada de la introducción masiva en los procesos productivos de
las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC).
Es cierto que nos encontramos bajo un nuevo
paradigma en lo que respecta al modo de producción en los países avanzados. Los
mandamientos fundamentales del paradigma anterior, el fordismo, han quedado
ampliamente obsoletos. Recordemos cuáles eran esos mandamientos: producción
concentrada en grandes unidades fabriles; mecanización y fragmentación de las
tareas; jerarquización extrema del proceso mediante una cadena de mando que
operaba desde presupuestos “científicos” y una fuerza de trabajo rígidamente
subordinada, indiferenciada y “fungible” en el sentido de la posibilidad de reemplazo
inmediato de cualquiera de sus unidades sin merma de la productividad del
conjunto. Y como contrapartida, estabilidad en el empleo, salarios
relativamente altos, compensaciones extrasalariales importantes (guarderías,
campos de deportes, comedores, economatos, patronatos de viviendas), y
protagonismo destacado de los sindicatos en la determinación de las condiciones
de trabajo, en particular en los temas de salario, jornada, seguridad e higiene
y formación permanente.
No es el nuevo
escalón tecnológico, sin embargo, el responsable del desastre ocurrido en la
situación actual del empleo, cuando el conjunto asalariado ha quedado dividido
en tres grandes porciones más o menos equivalentes desde el punto de vista
numérico: quienes tienen empleo estable, quienes forman parte del precariado y
quienes han quedado excluidos de forma más o menos definitiva del “mercado de
trabajo” (mayoritariamente mujeres y jóvenes marginados del aprendizaje de las
nuevas técnicas).
Existe sin duda una
relación entre los dos fenómenos, pero no es tan directa como podría suponerse.
Hay por lo menos otros dos factores principales a considerar: uno de orden
ideológico, el ultraliberalismo que desplazó desde el Estado al Mercado el
centro de gravedad de la organización normativa del mundo contemporáneo; el
otro, de orden geopolítico, el colapso de la superpotencia soviética con la
caída de cuantos muros y telones de acero señalaban los límites de dos esferas
de influencia distintas, de tal modo que pudo nacer y concretarse la idea,
antes inconcebible, de un mercado global.
Se dio una
simultaneidad sorprendente de los tres procesos citados. Simultaneidad
relativa, claro. En el nivel tecnológico, la primera interconexión entre dos
computadoras tuvo lugar, en Estados Unidos, en el año 1969, pero la entrada en el dominio público de
la WorlWide Web (www), el internet en la forma en que hoy lo conocemos, data de 1993. Exactamente, del día 30 de abril. En el nivel
ideológico, Thatcher y Reagan empezaron a cuestionar el mantenimiento de unos
derechos sociales consolidados y a promover la desregulación de los mercados de
trabajo ya en los años setenta, pero sus ideas no tuvieron un impacto
apreciable en la legislación de los países comunitarios europeos hasta las postrimerías
del siglo XX. Ni que decir tiene que para entonces el hemisferio llamémosle
occidental había asimilado ya plenamente el impacto de la implosión y posterior
derrumbe de la URSS, con la sensación concomitante de que, desaparecidas las
grandes fronteras geoestratégicas, todo era ahora posible en un mundo global.
La forma en que las
culminaciones de los tres procesos, diferenciados por su origen, su naturaleza y
su trayectoria histórica, vinieron a coincidir en unos años precisos, supuso
una aceleración extraordinaria de la dinámica de la globalización, que avasalló
literalmente los frenos y los contrapesos que las legislaciones estatales o
internacionales podían oponer a su galope desbocado. La rapidez fulminante de
su victoria ha hecho sospechar a los adeptos de la teoría de la conspiración
que una “eminencia gris” maquiavélica tiró de los hilos correspondientes y puso
en marcha todo el complejo tinglado. Yo no lo creo. Contra la teoría de que los
think tanks del capitalismo se
comportan como un maestro de ajedrez, que sacrifica una pieza con la intención
de dar jaque mate siete jugadas más adelante, entiendo que su actitud se parece
más a la del jugador de póquer que, cuando la suerte pone en sus manos una
buena baza, apuesta tan fuerte como le permiten sus posibilidades.
Las oportunidades
surgidas de la nueva instantaneidad de la información y las comunicaciones, y de
la génesis de un mercado global (mercado de mercancías, mercado financiero, de
futuros, y mercado de trabajo también) que traspasa con nitidez las fronteras
estatales, ha conducido a la financiarización de la economía y a una burbuja
financiera correlativa de proporciones inmensas. La burbuja estalló en 2008,
pero las ideas de la financiarización y la globalización siguen en pie, con repercusiones
graves en el empleo, tales como la deslocalización de unidades productivas en
busca de lugares donde la legislación social es más “permisiva”, o la externalización
de tareas por parte de la empresa-madre hacia otras subcontratadas o hacia
falsos autónomos, rompiendo la unidad de propósito y la proporción en los
niveles de retribución entre unos y otros componentes de lo que en tiempos
había sido una plantilla única y ahora es un conglomerado de situaciones
diferentes y, colmo de la desgracia, con frecuencia enfrentadas entre ellas.
La enumeración de
desafueros cometidos en el mundo del trabajo subordinado en nombre de la libertad
de empresa en un mundo globalizado podría seguir indefinidamente. Se les puede
hacer frente, sin embargo, desde una recomposición de los instrumentos
jurídicos de los que están dotados los Estados democráticos y las instituciones
internacionales, estas últimas no tan democráticas (en ocasiones, nada en
absoluto). Para ello será necesario, en un momento de un gran desconcierto como
es el actual, luchar por la idea de un orden internacional justo, basado en la
equidad en los intercambios, y capaz de arrebatar la hegemonía intelectual a ese
mítico 1% de la humanidad (probablemente no llegue a tanto) que acapara la parte
del león de la riqueza mundial.
Pero esa es
solamente una parte de la cuestión referida a las nuevas tecnologías y el
empleo. La otra parte es menos visible y más difícil de remediar. El nuevo paradigma
de la producción implica un trabajo de calidad, con mayor valor añadido
incorporado. Es susceptible de proporcionar a los trabajadores asalariados una
esfera más amplia de autonomía y de decisión, una responsabilidad nueva frente
al producto que elaboran. Estas potencialidades están siendo ignoradas en una
parte, y en otra parte desviadas hacia una “programación” del trabajador con el
fin de obligarlo a reaccionar de forma instantánea (online) ante unos cambios de situación muy complejos que se
suceden a velocidades vertiginosas. En lugar de una liberación de las ataduras
del trabajo mecanizado y fragmentado, que era la característica de la fábrica
fordista, lo que encuentra el trabajador de la era cibernética es una carrera
de obstáculos que nunca culmina ni tiene final, y en la que consume todas sus energías
sin disponer de un descanso adecuado (los horarios de trabajo son cada vez más
gelatinosos e invasores), enterrando sus opciones de vida personal, y poniendo
en peligro su equilibrio mental (el estrés, la depresión y las neurosis han
entrado en este siglo por primera vez en el catálogo de riesgos laborales).
El sindicalista y
pensador italiano Bruno Trentin fue uno de los primeros en advertir de la
ambivalencia de las nuevas tecnologías, su potencial liberador de una parte,
pero también el peligro de que comporten una esclavitud más profunda y
rigurosa del trabajo heterodirigido. Trentin fue más lejos, al señalar como un
error político fundamental de la izquierda, tanto de la “reformista” como de la
“revolucionaria”, el haber aceptado, considerándola un elemento positivo, la “organización
científica” del trabajo propuesta por el fordismo-taylorismo. Su tesis, que no
ha tenido en la esfera de la política el eco que merecía, es que la izquierda –
cuando menos – debe repensar el problema del trabajo para situarlo en el seno
de la sociedad como una extensión natural de la personalidad y como un contenido
esencial del ámbito de la libertad, más importante y significativo que el del
poder político. Sobre Trentin y sobre el tema del trabajo en concreto son ya
recurrentes las intervenciones en este blog y las que en el suyo ha ido
desgranando José Luis López Bulla, traductor y comentarista significado de
Trentin en nuestro entorno. Por lo que dispenso al lector de mayores
precisiones.