Uno tras otro, los
indicadores estadísticos revelan una realidad consistente: en España, las
mujeres están siendo expulsadas del mercado de trabajo. Los datos de la última EPA
muestran una caída de la población activa de 116.000 personas, entre los meses
de julio a septiembre pasados. El dato es malo en sí, pero el desglose por
géneros es catastrófico. La distribución ha sido la siguiente: varones, +5000;
mujeres, –121.000. Recordemos que la población activa incluye tanto a empleados
como a desocupados inscritos en las listas del INEM; es decir, tanto a las
personas que tienen un empleo como a las que aspiran a tenerlo.
Señala Alicia Rodríguez de Paz, al analizar estos datos en La
Vanguardia (1), que la sangría de mujeres que se dan de baja de las listas no
obedece ni a un diluvio de jubilaciones anticipadas ni a la emigración a otros
países en busca de oportunidades de empleo que no encuentran aquí. En su
mayoría se trata de mujeres con estudios medios o superiores, y de edades
comprendidas entre los 25 y los 44 años. Mujeres en sazón, tanto desde el punto
de vista biológico como desde el de los saberes y experiencias profesionales,
que han tomado la opción de vivir con los ingresos aportados por el marido y
dedicar su tiempo al hogar y al cuidado de los hijos y/o los familiares
dependientes.
Se trata de una
opción racional, basada en un cálculo de conveniencia. En ese cálculo entra en
primer lugar la hostilidad extremada de las estructuras actuales del empleo
hacia la biología de la mujer, como ya he mencionado en alguna ocasión en este
mismo blog. Estas estructuras tienen, según quienes teorizan en positivo el
estado de la cosa, la característica de la “flexibilidad”; pero se trata de una
flexibilidad que afecta en exclusiva al dador de empleo. Este puede libremente contratar
y despedir, por tiempo cierto o incierto, y cambiar a su gusto los horarios,
los turnos, las pausas y los periodos de inactividad por exigencias de la
producción. Para la segunda parte contratante del contrato de trabajo, lo que
se exige es una subordinación ciega a tales exigencias, una disponibilidad ilimitada
de 7 días x 24 horas, y una prioridad absoluta de la esfera laboral sobre la
vida privada.
Es un desafío en el
que las mujeres tienen un hándicap insuperable para competir. E incluso, cuando
están dispuestas a intentarlo, la recompensa es por lo general magra. Los
niveles salariales medios actuales son inferiores en un 31% para las mujeres respecto
de los varones.
Entonces, en
segundo lugar, los recortes drásticos efectuados por las distintas
administraciones en servicios sociales de tipo asistencial han empujado al alza
la factura pagada por las familias por recurrir a ayuda externa en este terreno
(guarderías, asistentes, enfermeros, residencias de tercera edad, centros de
día). Esta doble lógica, que favorece el empleo del varón frente a la mujer y hace
que a esta no le compense emplearse ni siquiera para contar con un ingreso
suplementario como “trabajador añadido” en la unidad familiar, es lo que
explica la retirada masiva de las mujeres de la competencia por un puesto de
trabajo.
Se está
configurando de esta manera perversa una sociedad esquizofrénica, formada por una
suma de vidas demediadas: el trabajo asalariado (cuando lo consiguen) es para los
varones, a cambio de una disponibilidad absoluta y de la renuncia a cualquier
otra aspiración vital; y las mujeres se ven imposibilitadas de desarrollar su
potencial creativo y reducidas al trabajo ímprobo y no remunerado que se define
con la etiqueta de “labores del hogar”.
Àngels
Valls, profesora de Esade,
señala en el artículo antes citado que esta estructuración peculiar del empleo es
«la semilla de la pobreza que sufriremos dentro de unos años.»
A menos que seamos
capaces, entre todos, de remediarlo en breve plazo.