miércoles, 18 de noviembre de 2015

TIEMPO DE CRUZADA


En otras épocas era el papa quien convocaba ordalías de este tipo al grito de «¡Dios lo quiere!», y los príncipes de la tierra enviaban sus huestes a Tierra santa en proporción a la extensión de sus dominios y el número y la excelencia de sus vasallos. Hay como un revival de Edad Media en el acatamiento ceremonial mediante el cual todo el arco político, incluidos los “nuevos” partidos emergentes, expresa su disposición incondicional a confiar en el por lo demás poco confiable gobierno de la nación, para que este contribuya a la santa alianza internacional contra la amenaza terrorista con las medidas oportunas de naturaleza militar y policial. De pronto ha vuelto a nuestros lares la unanimidad, y Raqqah es percibida como el adecuado contrapeso de París en la balanza de la justicia retributiva universal.
Mientras prosigue la esforzada labor pacificadora de los bombarderos, garantes según la Opinión – en mayúscula – de la construcción de un mundo más libre y próspero, me atrevo a rogarles que aparten por un momento la vista de los titulares de la prensa y examinen el siguiente párrafo. Corresponde a la página 304 del libro de Alain Supiot La gouvernance par les nombres (Fayard 2015), que desde hace un par de semanas vengo leyendo, subrayando y anotando. La traducción es mía.
 
«A esta explosión de las desigualdades y a la precarización de las condiciones de vida vienen a añadirse las guerras y las violencias que los medios atribuyen de forma generalizada a factores religiosos o identitarios, por más que se debe buscar sus causas profundas en el hecho – para citar la constitución de la Organización Internacional del Trabajo – de que “no existe paz duradera sin justicia social”. Los propios economistas del Fondo Monetario Internacional han reconocido esa correlación en un informe que alerta contra los efectos negativos del crecimiento de las desigualdades sobre la prosperidad económica (Jonathan D. Ostry, Andrew Berg, Charalambos G. Tsangarides, Redistribution, Inequality, and Growth, International Monetary Fund – Research Department, febrero 2014, 30 p.). Eso es cierto respecto de las revoluciones árabes, como lo ha mostrado Gilbert Achcar (Le peuple veut. Une exploration radicale du soulèvement árabe, Arles, Actes Sud, 2013, 431 p.), pero también respecto de la disolución de los lazos sociales en los suburbios más pobres de las grandes ciudades. En todo el mundo, el desempleo masivo y la pobreza son el caldo de cultivo de la dislocación de las estructuras familiares, de la delincuencia y de las “luchas por el reconocimiento” religiosas o identitarias.»
 
Serían deseables una unanimidad y una adhesión parecidas a la que ahora se está produciendo, referidas a la cruzada contra esta otra maldición, la de la pobreza y la desigualdad rampante. Una maldición menos bíblica por una parte, y susceptible por otra de soluciones que no precisan del recurso a artefactos destructores de consecuencias traumáticas también a largo plazo, tanto sobre las poblaciones supervivientes a las que se han aplicado como sobre el espacio natural que las soporta. De todo lo cual existen innumerables evidencias recopiladas y clasificadas en relación con algunos conflictos emblemáticos de nuestro tiempo, como los de Vietnam e Irak.