sábado, 14 de noviembre de 2015

¿SOCIEDADES ABIERTAS?


Cada vez que se produce un ataque terrorista – como el de anoche en París – contra uno de los bastiones arquetípicos de la civilización occidental que compartimos, nos sentimos sinceramente conmovidos y al mismo tiempo simulamos sorprendernos: ¿cómo es posible tanta barbarie, tanta cerrazón, bien entrado ya el siglo XXI?
Sí que es posible, y lo sabemos bien, pero encubrimos nuestro conocimiento con un manto de hipocresía. Ocurre en este tema como con el cambio climático. Lo afrontamos desde la inconsciencia como norma, y desde la consternación compungida cuando ocurre una catástrofe. «Hay que tomar conciencia», decimos entonces, pero volvemos de inmediato a sumergirnos en la no-conciencia anterior. En fin, es preciso reconocer que lo mismo nos ocurre con los niveles de colesterol en la sangre. Se diría que a Occidente le agrada dormitar en el filo de la navaja «dejando su cuidado / entre las azucenas olvidado», como proponía san Juan de la Cruz.
Ha dicho François Hollande que Francia será implacable con el Estado Islámico (ahora ISIS). Por descontado que sí. Habrá nuevos bombardeos selectivos en Siria o Irak o Kurdistán, y nuevas columnas de fugitivos se pondrán en marcha en busca de un refugio en la Europa desarrollada, que les recibirá de uñas.
Fernando Reinares apunta en “Fábricas de terroristas” (El País) al proceso de radicalización, adoctrinamiento y recluta de los milicianos islámicos que tiene lugar en los países occidentales. Es la segunda generación, la de los nacidos en Europa y provistos de pasaporte europeo, la que con más facilidad cede a una re-identificación con las raíces religiosas y culturales de las que se segregaron sus padres. Y en este punto de su explicación, luminosa en lo demás, incide Reinares en el habitual pecado de hipocresía de nuestros poncios: «Pese a que existen programas nacionales de prevención de la radicalización y una estrategia de la Unión Europea, los países de Europa Occidental están siendo incapaces de persuadir a miles de jóvenes musulmanes de segunda generación de que su identidad religiosa es compatible con su identidad —o multiplicidad de identidades— como ciudadanos de sociedades abiertas.»
¿Ciudadanos de sociedades abiertas? Ese fue el sueño de los padres; la realidad que han conocido los hijos es el gueto: la vivienda provisional o la intemperie como techo, el trabajo precario, el malcomer como norma, la desigualdad rampante, la falta de opciones vitales y de perspectivas de futuro. Nuestras sociedades están “abiertas” a las grandes oportunidades de los ricos para hacerse más ricos, y a las grandes probabilidades de los pobres de transmitir su pobreza en herencia a sus hijos.
La globalización no es hoy solo un objetivo económico, sino cultural. En las sociedades “abiertas” las culturas no homologadas no existen, las diferencias no merecen respeto, las tradiciones de los ancestros son filfa. Solo valen los balances de pérdidas y ganancias bien cuadrados, y con saldos positivos.
Y mientras los desastres generados por el cambio climático no superen los réditos de la inversión en dióxido de carbono y otros venenos. O mientras los muertos por el terrorismo no pesen más en la balanza que los beneficios de los mercaderes de armamento, los ingresos de las entidades bancarias por las cláusulas suelo de las hipotecas, o los ahorros estupendos que proporcionan a los gobiernos los recortes masivos en educación, en sanidad, en salarios, en prevención y en protección a los desprotegidos. Mientras, en una palabra, el actual statu quo se mantenga, siquiera sea en equilibrio inestable, las matanzas y las catástrofes climáticas seguirán siendo consideradas por los economistas como una cifra enojosa pero asumible en la columna del debe de una sociedad que arroja en su conjunto un saldo positivo muy favorable.
Tenemos una forma curiosa de ser “implacables” con las lacras que nos asedian.