Cada vez que se
produce un ataque terrorista – como el de anoche en París – contra uno de los
bastiones arquetípicos de la civilización occidental que compartimos, nos sentimos
sinceramente conmovidos y al mismo tiempo simulamos sorprendernos: ¿cómo es
posible tanta barbarie, tanta cerrazón, bien entrado ya el siglo XXI?
Sí que es posible,
y lo sabemos bien, pero encubrimos nuestro conocimiento con un manto de
hipocresía. Ocurre en este tema como con el cambio climático. Lo afrontamos desde
la inconsciencia como norma, y desde la consternación compungida cuando ocurre
una catástrofe. «Hay que tomar conciencia», decimos entonces, pero volvemos de
inmediato a sumergirnos en la no-conciencia anterior. En fin, es preciso
reconocer que lo mismo nos ocurre con los niveles de colesterol en la sangre.
Se diría que a Occidente le agrada dormitar en el filo de la navaja «dejando su
cuidado / entre las azucenas olvidado», como proponía san Juan de la Cruz.
Ha dicho François
Hollande que Francia será implacable con el Estado Islámico (ahora ISIS). Por
descontado que sí. Habrá nuevos bombardeos selectivos en Siria o Irak o
Kurdistán, y nuevas columnas de fugitivos se pondrán en marcha en busca de un
refugio en la Europa desarrollada, que les recibirá de uñas.
Fernando Reinares apunta
en “Fábricas de terroristas” (El País) al proceso de radicalización, adoctrinamiento
y recluta de los milicianos islámicos que tiene lugar en los países
occidentales. Es la segunda generación, la de los nacidos en Europa y provistos
de pasaporte europeo, la que con más facilidad cede a una re-identificación con
las raíces religiosas y culturales de las que se segregaron sus padres. Y en
este punto de su explicación, luminosa en lo demás, incide Reinares en el
habitual pecado de hipocresía de nuestros poncios: «Pese
a que existen programas nacionales de prevención de la radicalización y una
estrategia de la Unión Europea, los países de Europa Occidental están siendo
incapaces de persuadir a miles de jóvenes musulmanes de segunda generación de
que su identidad religiosa es compatible con su identidad —o multiplicidad de
identidades— como ciudadanos de sociedades abiertas.»
¿Ciudadanos de sociedades abiertas? Ese fue
el sueño de los padres; la realidad que han conocido los hijos es el gueto: la
vivienda provisional o la intemperie como techo, el trabajo precario, el malcomer como norma, la
desigualdad rampante, la falta de opciones vitales y de perspectivas de futuro.
Nuestras sociedades están “abiertas” a las grandes oportunidades de los ricos
para hacerse más ricos, y a las grandes probabilidades de los pobres de
transmitir su pobreza en herencia a sus hijos.
La globalización no es hoy solo un objetivo
económico, sino cultural. En las sociedades “abiertas” las culturas no homologadas
no existen, las diferencias no merecen respeto, las tradiciones de los ancestros son filfa. Solo
valen los balances de pérdidas y ganancias bien cuadrados, y con saldos
positivos.
Y mientras los desastres generados por el
cambio climático no superen los réditos de la inversión en dióxido de carbono y
otros venenos. O mientras los muertos por el terrorismo no pesen más en la
balanza que los beneficios de los mercaderes de armamento, los ingresos de las
entidades bancarias por las cláusulas suelo de las hipotecas, o los ahorros
estupendos que proporcionan a los gobiernos los recortes masivos en educación,
en sanidad, en salarios, en prevención y en protección a los desprotegidos. Mientras,
en una palabra, el actual statu quo
se mantenga, siquiera sea en equilibrio inestable, las matanzas y las catástrofes
climáticas seguirán siendo consideradas por los economistas como una cifra
enojosa pero asumible en la columna del debe de una sociedad que arroja en su
conjunto un saldo positivo muy favorable.
Tenemos una forma curiosa de ser “implacables”
con las lacras que nos asedian.