Un cálculo nada
temerario sitúa las prestaciones fiscales de la empresa Apple en el tenor
siguiente: por cada millón de euros de beneficio, viene a tributar en total 50
€. Parece escandaloso, no es ese porcentaje el que pagamos usted o yo por el
IRPF. Y sin embargo, la decisión de la Comisión Europea de obligar a Apple a
pagar 13.000 millones a Irlanda, sede formal de las actividades europeas de la
multinacional americana, se va a encontrar con dos recursos: uno, previsible,
de la propia empresa, que advierte en contra de una resolución “insólita y anómala”
que tendrá consecuencias negativas en la inversión y en el empleo; el otro
recurso, menos previsible en principio, es de la propia Irlanda, que prefiere
no cobrar y seguir como hasta ahora. Tanto Apple como el gobierno irlandés
consideran que no ha habido ninguna ilegalidad; este último teme además que el
cobro de la cantidad presuntamente adeudada perjudique la posición de Irlanda como
país receptor de inversiones. Todo el asunto tiene como trasfondo la aceptación
explícita del derecho de determinadas empresas, que ostentan una posición
dominante en los mercados globales, a exigir un trato fiscal especial a cambio
de los beneficios de todo tipo que, se supone, van a generar sus inversiones.
No es un tema
fácil; el derecho internacional privado sigue en mantillas, mientras que las majors cuentan con gabinetes jurídicos
expertos en rastrear posibles ventajas en distintas legislaciones nacionales.
Todas las operaciones tienen lugar a la luz del día y con una cobertura legal impecable.
De otro lado, los intentos de poner en pie una legislación “dura” (hardlaw) decidida en común por los
estados, se ven bloqueados de forma sistemática por las grandes empresas, que
prefieren normas “blandas” (softlaw) acordadas
en mesas de negociación apartadas del escrutinio de las instituciones
democráticas y mantenidas en secreto (relativo) respecto de la opinión pública.
Es el caso del
TTIP. El presidente francés François Hollande ha pedido el cese oficial de las
negociaciones, en desacuerdo con las características que se van perfilando de
tales acuerdos; pero tanto las autoridades paneuropeas como el presidente Obama
se han conjurado para tener la negociación lista para la firma a finales de
este año.
La postura de Obama
es característicamente “imperial”. Las majors
tributan cada céntimo que deben en el territorio de Estados Unidos. Es la
gabela que les corresponde para verse luego protegidas en el exterior por la
eficacísima ley del embudo que practica la administración yanqui en terceros
países.
Y no es aventurado
sospechar, de otro lado, que algo tiene que ver con la postura cerrada de Hollande
el hecho de que su ministro de Economía, el liberal declarado Emmanuel
Macron, haya optado por dimitir de su cargo y preparar su propia candidatura
presidencial para 2017.
Son sutilezas de la
situación presente que conviene tener en cuenta: el estado del bienestar no ha
sido abolido, pero nos sale mucho más caro a usted y a mí que a la compañía
Apple, que cuenta con unos fondos de reserva estimados en 232.000 millones de
euros; la soberanía de las naciones cede ante el incentivo del negocio privado
suculento, y quien se opone al flujo “natural” de las cosas es apartado sin
violencia aparente pero con firmeza. Dilma Rousseff ha sido apartada para dejar
paso a Michel Temer en Brasil, como Cristina de Kirchner dejó paso a Mauricio
Macri en Argentina, y François Hollande puede dejar paso a Emmanuel Macron en Francia. No se trataba en
ninguno de los tres casos de dirigentes impecables, pero el examen de sus
sucesores en el cargo evoca el enunciado de la ley de Murphy: todo lo que es
susceptible de ir a peor, irá a peor.
Lo cual, por supuesto, no tiene
nada que ver con los avatares de la investidura que estamos padeciendo en estos
lares. O sí.