Estoy en casa. Tres
palabras nada más, pero cuánta capacidad de sugerencia. La casa de uno puede no
ser gran cosa, casi nunca es en efecto gran cosa, pero su valor sentimental, su
capacidad de acogida, la comodidad implícita en la sabia disposición a mano de
todos los utensilios y cachivaches que uno desearía tener a mano en cualquier
momento de necesidad o de curiosidad, todos esos parámetros se disparan a
valores exponenciales en el momento en el que uno entra de nuevo en contacto
con ella, de vuelta de cualquier otro lugar. No importa qué otro lugar. Hay
momentos en que lo otro, por más que sea infinitamente mejor, aparece como
genéticamente incapacitado para suplir las bellas cualidades de lo objetivamente
malo que conocemos desde siempre. El mecanismo del reconocimiento se activa con
mucha mayor rapidez que el de la comparación.
Estoy en casa:
fórmula mágica.
Un fulano llamado
Du Bellay pasó cuatro años en Roma dedicado a menesteres diplomáticos de no
mucha monta, y a su vuelta a la casa natal, el castillo de la Turmilière en la comarca
del Liré, Anjou, Francia, escribió un poema en alejandrinos impecables que empieza del modo siguiente: «Heureux qui comme Ulysse a fait un beau
voyage…» El lector habrá de creerme bajo
palabra si le digo que Du Bellay era un plasta; pero, en la cuestión de este
corto poema, la petó. Ha quedado a través de los siglos como la expresión
acabada de la añoranza del paisaje familiar evocado desde una lejanía más o
menos exótica. «Más [me place] mi pequeño Liré que el monte Palatino…» Convengamos
en que el château de la Turmilière no
debía de ser una zahúrda, pero la fuerza del sentimiento del poeta le lleva a colocar
la humilde pizarra por encima de los mármoles soberbios, como material de
construcción óptimo.
El día del regreso,
cuando menos. Es muy posible que el día después Du Bellay empezara a añorar de
manera frenética las lujosas antecámaras de los palacios del monte Palatino y los deliciosos meandros de los
conspires diplomáticos de altos vuelos, en la compañía amistosa, aunque siempre
con un punto ambiguo de doble filo, de cardenales y condotieros.