viernes, 23 de septiembre de 2016

REGRESO


Estoy en casa. Tres palabras nada más, pero cuánta capacidad de sugerencia. La casa de uno puede no ser gran cosa, casi nunca es en efecto gran cosa, pero su valor sentimental, su capacidad de acogida, la comodidad implícita en la sabia disposición a mano de todos los utensilios y cachivaches que uno desearía tener a mano en cualquier momento de necesidad o de curiosidad, todos esos parámetros se disparan a valores exponenciales en el momento en el que uno entra de nuevo en contacto con ella, de vuelta de cualquier otro lugar. No importa qué otro lugar. Hay momentos en que lo otro, por más que sea infinitamente mejor, aparece como genéticamente incapacitado para suplir las bellas cualidades de lo objetivamente malo que conocemos desde siempre. El mecanismo del reconocimiento se activa con mucha mayor rapidez que el de la comparación.
Estoy en casa: fórmula mágica.
Un fulano llamado Du Bellay pasó cuatro años en Roma dedicado a menesteres diplomáticos de no mucha monta, y a su vuelta a la casa natal, el castillo de la Turmilière en la comarca del Liré, Anjou, Francia, escribió un poema en alejandrinos impecables que empieza del modo siguiente: «Heureux qui comme Ulysse a fait un beau voyage…»  El lector habrá de creerme bajo palabra si le digo que Du Bellay era un plasta; pero, en la cuestión de este corto poema, la petó. Ha quedado a través de los siglos como la expresión acabada de la añoranza del paisaje familiar evocado desde una lejanía más o menos exótica. «Más [me place] mi pequeño Liré que el monte Palatino…» Convengamos en que el château de la Turmilière no debía de ser una zahúrda, pero la fuerza del sentimiento del poeta le lleva a colocar la humilde pizarra por encima de los mármoles soberbios, como material de construcción óptimo.
El día del regreso, cuando menos. Es muy posible que el día después Du Bellay empezara a añorar de manera frenética las lujosas antecámaras de los palacios del monte Palatino y los deliciosos meandros de los conspires diplomáticos de altos vuelos, en la compañía amistosa, aunque siempre con un punto ambiguo de doble filo, de cardenales y condotieros.