Mi avión aterrizó
en el aeródromo de Rodas, apropiadamente situado junto a un pueblo de nombre
Paradisi, de buena mañana, casi sin duda antes, dada la diferencia horaria, de
que mi primo Ignasi emprendiera una excursión por las montañas de Montserrat en
la que de forma súbita se derrumbó, víctima de un infarto o de un accidente
cerebral.
Años atrás, Ignasi
ejercía de “capellán de crucero” en una ocasión en que, estando yo también en la isla de Rodas,
tuve ocasión de llevarle al lugar que él me indicó: el monasterio de Filérimos (porque
sentía curiosidad por la vida conventual ortodoxa) y el vía crucis que discurre
por la arista del monte, entre pinos y ruinas de la antigua acrópolis de Yalisos,
con estaciones provistas de artísticas lápidas en relieve firmadas por un escultor
italiano de época mussoliniana. La vía dolorosa concluye en una gran cruz
alzada frente a la llanura central de la isla. Ignasi comió ese día en la casa
de mi familia rodia, en el pueblo de Soroní, y luego lo reintegramos en coche a
su crucero, en el muelle de los molinos.
Rodas capital se
mantiene sensiblemente igual a como estaba aquel día; dos grandes naves de
crucero – una de ellas enorme – ancladas en el puerto, cruceristas abarrotando el
cogollito comercial de la calle Sokratous, un sol implacable que abre todos los
poros de la piel y empapa las ropas de sudor, y visitantes culturales derretidos
de calor delante de las piedras centenarias o milenarias de muros micénicos, romanos,
bizantinos o medievales que trazan perfiles
exactos de una memoria de siglos ofrecida sin alarde y casi con indiferencia:
la tomas o la dejas. De noche, bajo la luna llena que Ignasi ya no verá, las
luces de los barcos reflejadas en el agua del puerto, las murallas iluminadas
por baterías de focos, el olor a carne asada y especias que sale de las
tabernas, el bullicio interminable.
Rodas y el tiovivo
de la memoria. Me viene a la mente una canción de Edith Piaf que yo dedicaría a
la isla mágica: «Tu me fais tourner la tête, / Mon manège
à moi c'est toi / Je suis toujours à la fête / Quand tu me tiens dans tes bras»
(“Haces
que la cabeza me dé vueltas, eres mi tiovivo, siempre estoy de fiesta cuando me
tienes en tus brazos”).
Ignasi ocupa un lugar preciso en el carrusel en continuo
movimiento de mi memoria personal: Ignasi en Rodas, en Barcelona, en otros
lugares. Vivir es una fiesta, y las fiestas son motivo de alegría por más que
sepamos que siempre tienen un final. El final está implícito en el mecanismo de
la vida; el tiovivo se detiene después de un número indeterminado de vueltas.
No encuentro más que decir. Habría querido que las cosas
fueran de otra manera, claro está. Como en tantas cosas. Que estas líneas no
demasiado tristes y nada resignadas sirvan como despedida de un hombre
combativo, depresivo a veces, siempre de buena fe, algo de lo que le gustaba
presumir. Una persona entrañable para mí.