El resultado de la
segunda sesión de no investidura habrá tenido por lo menos de positivo el
despejar las dudas de unos cuantos tertulianos y comentaristas políticos. Se ha
insistido bastante en la última etapa en que Rajoy llevaba la manija de los
acontecimientos, que él entendía los recovecos de la coyuntura mejor que sus
rivales políticos, y que su plan de acoso y derribo mediático a Sánchez iba a
colocar al PSOE rendido a sus pies. No ha sido así, y por lo visto en la prensa
de hoy, la figura de Rajoy emerge ya de forma clara como el principal elemento
bloqueador de cualquier posible solución. Incluso Albert Rivera y Felipe
González lo reconocen.
Rajoy ni reconoce
ni entiende la aritmética parlamentaria; su gran apelación desde el principio
es a la mayoría silenciosa; él espera el poder de los votos, no de los pactos; y
su único ecosistema viable es la mayoría absoluta.
Ese ecosistema se
extinguió el pasado 20D. Había habido avisos premonitorios anteriormente, y
Rajoy no hizo caso. Tampoco hizo caso de los idus de diciembre. Jugó a la
ruleta rusa dejando la iniciativa a Sánchez, que salió al escenario inhibido y
demasiado pendiente de los apuntes desde las bambalinas. Hubo segundas
elecciones, y algunos indicadores sismográficos (¿chismográficos?) de pequeñas
variables dentro de la repetición general de los resultados le llevaron a intentar
una jugada de farol. Despreció los aportes de posibles aliados, se encastilló
en la soberbia y centró todos sus esfuerzos en el acollonamiento del estamento
dirigente socialista. Puso a Sánchez contra las cuerdas, sin darle la vía de
escape que según Sun Tzu, el teórico del arte de la guerra, siempre debe
concederse al ejército enemigo para no caer en el albur de un contraataque
desesperado.
Rajoy se parece a
los antiguos dinosaurios, incapaces de adaptar las constantes de su organismo a
los rigores de un cambio climático. Los dinosaurios se extinguieron, y no
parece que vaya a ser diferente el destino de Rajoy, ni de su alegre hermandad
de ladrones de alto copete. Solo la permanencia en el poder es capaz de suscitar
la adhesión ciega de las instituciones y del prodigioso aparato de los medios de
comunicación; cuando el poder se aleja, las adhesiones inquebrantables se
quebrantan.
Todo lo cual no
significa necesariamente que lo que venga después vaya a ser mejor. Lo mejor de
una sociedad no surge de forma espontánea cuando es requerido a ello. Lo
normal, como en teología, es que haya un largo purgatorio situado en medio, con
alarde de llamaradas, pinchazos de tridente y golpes de pecho. Todo menos
espontaneidad y soluciones online. Con la añadidura, no desdeñable, de que en
el purgatorio, original invento, cada cual paga por sus propias culpas
personalmente de persona; no se estila la modalidad, tan usual en los negocios
terrenos, de escarmentar culpas propias en espaldas ajenas.
De modo que aquí
estamos. Con dos meses por delante para arreglar el desaguisado, o con unas
terceras elecciones en perspectiva, que no van a dar, olvídense del asunto los
estrategas de monopoly, mayoría absoluta a ninguna de las opciones en presencia.
Podemos empezar con el purgatorio ya mismo, o dejarlo para después de las
elecciones vascas y gallegas, y de la cuestión de confianza en Cataluña.
Llevamos perdidos en el pantanal ocho meses y medio, de modo que no viene de
uno más.