Las campanas doblan
hoy por los refugiados, y nosotros no somos refugiados. Da lo mismo. Las
campanas son perseverantes. En un mundo marcado por el egoísmo, la avaricia y
la desigualdad, llegará el día en el que doblarán precisamente por nosotros.
La manifestación de
chalecos salvavidas junto al puente de Brooklyn compone una imagen
impresionante. Muchos de ellos venían de Grecia y habían atravesado los
estrechos, procedentes de Siria vía Turquía. Son el icono visual de un drama
que se agrava de día en día, entre otras razones porque una ola de
insolidaridad de características globales está rompiendo los diques que algunos
se esfuerzan en construir para atajarlo.
Existen en el mundo
65,3 millones de personas desplazadas. Serían muchas más, de no desaparecer
tantas por ahogamiento, enfermedades, agotamiento, asesinato, etc., en el
proceso de desplazamiento.
De las
definitivamente censadas como desplazadas, 40,8 millones son consideradas
migrantes, y 21,3, refugiadas estrictas. Ignoro las categorías utilizadas para
ubicar el resto, pero sé que las diferencias en muchos casos son meramente
administrativas y funcionariales; el hambre y la falta de expectativas de
subsistencia pueden llegar a presionar tanto como la persecución política,
religiosa o sexual.
Dejemos las
particularidades clasificatorias, y vayamos a los números. Un 86% de ese gran colectivo
de personas desheredadas de la tierra se asienta hoy, en condiciones
deleznables, en países en vías de desarrollo o de niveles bajos de renta; el
mundo próspero y desarrollado recibe, mediante un proceso de selección
meticuloso y prolijo, tan solo a un 1% de esa marea humana al año. Es una gota
de agua en un océano que sigue creciendo de día en día de forma imparable.
La llamada
Declaración de Nueva York, adoptada en el inicio de una cumbre de la ONU,
apuntaba a soluciones viables y escalonadas para el problema. Quería aportar «un
progreso en nuestro esfuerzo colectivo para afrontar el reto de la movilidad
humana», en palabras del secretario general Ban Ki Moon. (No se puede dejar
pasar por alto el conmovedor eufemismo “movilidad humana” utilizado para
describir la realidad concreta de lo que sucede.) Ban propuso elevar el
porcentaje de acogida a un 10% anual. Un número considerable de naciones firmantes
se negaron a concretar una cifra; ni el 10, ni otra más modesta. La Declaración
de Nueva York será, en consecuencia, poco más que papel mojado. Los chalecos
manifestantes junto al puente de Brooklyn serán más el año que viene. Donald
Trump y sus compinches seguirán proponiendo para preservar su mundo nuevos
telones separadores, de acero, de cemento armado o de concertinas.
En el campo de refugiados
de Moria, en Lesbos, Grecia, miles de concentrados han huido de unas
condiciones de hacinamiento y de carencia de los mínimos vitales dignos de ese
nombre, después de producirse un incendio en un grupo de tiendas de campaña,
provocado seguramente por los mismos residentes. Es otra llamada de alerta, una
más, a los riesgos globales de una situación insostenible.
Riesgos globales, para
todos; situación insostenible para todos, también. No solo son los refugiados y
los migrantes quienes padecen unas carencias terribles, porque el peso concreto
que ellos tienen desestabiliza sin remedio a todo el resto. Si aceptamos un
mundo sin derechos humanos para un colectivo determinado de personas, los
derechos humanos pierden su carácter normativo y se convierten en una concesión
aleatoria distribuida a partir de no se sabe qué poderes en la sombra. Es algo
tan grave que nos concierne a todos. Nadie puede mirar a otra parte. Las
campanas doblan hoy por los refugiados sirios; mañana doblarán por nosotros,
por toda la humanidad.