Dana
Reizniece-Ozola, una especie de superwoman, ha asaltado las portadas de los
medios debido a la siguiente performance: letona, de 34 años, casada con cuatro
hijos, ministra de Finanzas, defiende el primer tablero de su país en la
Olimpiada del Ajedrez, y acaba de derrotar a la campeona del mundo, la china
Yifán Hou.
He estado mirando
la partida: no hay un error claro de la china, un descuido, un mal cálculo.
Jugando las negras se ve abocada a una posición algo inferior, y sus intentos
de reacción son refutados con contundencia. Una partida limpia, de tono
estratégico. Doña Dana no ganó de chiripa; se lo curró.
Dicho lo cual, es
necesario seguramente añadir que no existe ninguna relación de causa a efecto
entre el ajedrez y los saberes financieros, o para el caso cualesquiera otros.
Doña Dana predica la introducción masiva del estudio del ajedrez en la
educación de los jóvenes, “porque estructura muy bien el cerebro”. Es cierto, y
también que ayuda en la evaluación correcta de situaciones complejas, pero
vamos a dejarlo ahí. Los ajedrecistas más eminentes han sido en unas ocasiones
grandes talentos en las ciencias teóricas o aplicadas, y en otras, nulidades asociales
reconcomidas por obsesiones y fantasmas particulares. No existe ninguna
correspondencia precisa apreciable entre una y otra clase de talento. El ajedrez
puede ser una buena herramienta para la formación intelectual de una persona,
pero es perfectamente inservible en el estudio concreto de cualquier otra
disciplina. Quien estudia ajedrez aprende ajedrez, no de rebote matemáticas o
teoría económica.
Yo entré en el
ajedrez por un portillo lateral. Padecí a mis trece años una meningitis vírica,
que me tuvo durante algunos meses para el arrastre. En cama durante muchas
horas, y otras apoltronado en un sillón, me aburría mucho, y leía las páginas
de deportes de los periódicos de cabo a rabo, hasta la última letra. Coincidió
que disputaban en Moscú el campeonato mundial el titular Mijail Botvinnik,
ingeniero ruso y finísimo estratega, y el aspirante Mijail Tal, otra maravilla
letona como doña Dana, conocido como el “dinamitero” por su arrollador talento
táctico y su facilidad para sacrificar exitosamente piezas de manera
inesperada. Román Torán, un maestro español de cierta fuerza, publicaba y
comentaba cada partida en varios diarios.
Pedí a mi tío Pepe
que me enseñara a “leer” la transcripción de las jugadas y, con tiempo por
delante, me puse a reproducir las partidas. Yo conocía de antes la mecánica del
juego, pero me asombró el hecho de que, lo que parecía un tablero sencillo, plano
y cuadrado, por el que las piezas se movían mediante reglas estereotipadas,
escondiera tantas sorpresas, tantas posibilidades subterráneas, tal cantidad inagotable
de matices.
Mi afición al
ajedrez se mantiene intacta desde entonces. Un amigo me aconsejó en una ocasión
inscribirme en un club y disputar partidas de competición, asegurándome que mi
fuerza ajedrecística crecería en poco tiempo de forma exponencial. Todo tiene
su pro y su contra, y no me pareció que el tiempo dedicado a incrementar mi
fuerza ajedrecística tuviese prioridad sobre mis restantes ocupaciones.
Tampoco, debo
reconocerlo, he llegado a ministro de Finanzas de mi país. Mi admiración por
doña Dana Reizniece-Ozola es tanto mayor debido a ambas circunstancias de mi biografía
personal.