El título se las
trae, no he encontrado uno más adecuado para lo que pretendo expresar. Es
sencillo, sin embargo; me refiero al zurriburdi que ha provocado en los medios
la aparición (calculadísima con toda probabilidad) de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón enfrentados
sobre cuestiones de estrategia, en el curso de una charla mantenida en su
universidad de verano.
Una imagen, según
una formulación muy conocida, vale más que mil palabras. Eso era antes. Ahora
un icono anula las mil palabras, o
dos mil, o más, de modo que solo la imagen misma sobrevive retroalimentada en
sí misma. No es motivo de reflexión aquello en lo que discrepan los dos
líderes, sino el hecho mismo de la discrepancia. Lo demás desaparece, y en el halo
resplandeciente del liderazgo se empieza a vislumbrar en el planeta Podemos una
disyuntiva artificial: o se es pablista (como Monedero, que se ha apresurado a
sumarse de forma espontánea a la performance), o iñiguista.
Mi hija Albertina,
que ha visitado París este agosto, me cuenta cómo las multitudes de turistas, cámara
o teléfono inteligente en mano, se apretujaban en el museo del Louvre alrededor
de la Mona Lisa y de la Victoria de Samotracia, y desertaban en cambio de la
admiración por la Virgen de las Rocas y otras obras de Leonardo de Vinci, o por
otras esculturas notables del helenismo postclásico. Se daba además con
profusión el engreimiento instintivo del selfie, que nos lleva a eternizar
nuestra propia imagen junto al icono: Mona Lisa y yo. Mejor aún: yo y Mona
Lisa.
En un mundo
abarrotado de signos y de información redundante, y escaso en cambio de tiempo
para la exploración de las zonas en penumbra y los terrenos menos obvios, la
gente tiende a renunciar al análisis y a volcarse sin reservas en lo seguro, en
lo inmediatamente identificable, en la comunión íntima con la marca patentada.
No hay otra explicación; la historia del arte (que es la historia de la
evolución de técnicas de representación muy complejas) acaba por resumirse en
un canon de imágenes estereotipadas, que trascienden no solo su época sino, más
aún, su propia capacidad icónica de representación.
Y del mismo modo,
la complejidad de la aventura política se empequeñece y se banaliza como mecanismo
de adhesión a un líder, elegido personalmente de persona entre unos pocos
posibles, todos ellos, desde luego, provistos de reconocimiento público y
marchamo de garantía. El icono definitivo de esta adhesión al líder sería,
también, el envío por facebook al grupo de amigos de un selfie: yo con Pablo,
yo con Íñigo.
Una discusión banal
acerca de la disyuntiva entre “asustar” y “seducir” a porciones de electorado queda,
por ese camino, tipificada como un terremoto interno que amenaza el equilibrio de
poderes en el seno de una opción política: un vuelco eventual susceptible de
priorizar al iñiguismo frente al pablismo como forma preferencial de liderazgo.
O así me ha parecido
entenderlo a partir de lo leído, desde las lejanías griegas, en nuestra siempre
objetiva, sagaz y mirífica prensa digital.