jueves, 22 de septiembre de 2016

LOS ICONOS Y SU PODER EXAGERADO DE REPRESENTACIÓN


El título se las trae, no he encontrado uno más adecuado para lo que pretendo expresar. Es sencillo, sin embargo; me refiero al zurriburdi que ha provocado en los medios la aparición (calculadísima con toda probabilidad) de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón enfrentados sobre cuestiones de estrategia, en el curso de una charla mantenida en su universidad de verano.
Una imagen, según una formulación muy conocida, vale más que mil palabras. Eso era antes. Ahora un icono anula las mil palabras, o dos mil, o más, de modo que solo la imagen misma sobrevive retroalimentada en sí misma. No es motivo de reflexión aquello en lo que discrepan los dos líderes, sino el hecho mismo de la discrepancia. Lo demás desaparece, y en el halo resplandeciente del liderazgo se empieza a vislumbrar en el planeta Podemos una disyuntiva artificial: o se es pablista (como Monedero, que se ha apresurado a sumarse de forma espontánea a la performance), o iñiguista.
Mi hija Albertina, que ha visitado París este agosto, me cuenta cómo las multitudes de turistas, cámara o teléfono inteligente en mano, se apretujaban en el museo del Louvre alrededor de la Mona Lisa y de la Victoria de Samotracia, y desertaban en cambio de la admiración por la Virgen de las Rocas y otras obras de Leonardo de Vinci, o por otras esculturas notables del helenismo postclásico. Se daba además con profusión el engreimiento instintivo del selfie, que nos lleva a eternizar nuestra propia imagen junto al icono: Mona Lisa y yo. Mejor aún: yo y Mona Lisa.
En un mundo abarrotado de signos y de información redundante, y escaso en cambio de tiempo para la exploración de las zonas en penumbra y los terrenos menos obvios, la gente tiende a renunciar al análisis y a volcarse sin reservas en lo seguro, en lo inmediatamente identificable, en la comunión íntima con la marca patentada. No hay otra explicación; la historia del arte (que es la historia de la evolución de técnicas de representación muy complejas) acaba por resumirse en un canon de imágenes estereotipadas, que trascienden no solo su época sino, más aún, su propia capacidad icónica de representación.
Y del mismo modo, la complejidad de la aventura política se empequeñece y se banaliza como mecanismo de adhesión a un líder, elegido personalmente de persona entre unos pocos posibles, todos ellos, desde luego, provistos de reconocimiento público y marchamo de garantía. El icono definitivo de esta adhesión al líder sería, también, el envío por facebook al grupo de amigos de un selfie: yo con Pablo, yo con Íñigo.
Una discusión banal acerca de la disyuntiva entre “asustar” y “seducir” a porciones de electorado queda, por ese camino, tipificada como un terremoto interno que amenaza el equilibrio de poderes en el seno de una opción política: un vuelco eventual susceptible de priorizar al iñiguismo frente al pablismo como forma preferencial de liderazgo.
O así me ha parecido entenderlo a partir de lo leído, desde las lejanías griegas, en nuestra siempre objetiva, sagaz y mirífica prensa digital.